Una de las paradojas del mundo moderno la representa el éxito, y ese éxito recae en su discurso cultural. La izquierda jamás arregla las desigualdades ni mejora la situación de los desfavorecidos, ya que suele arruinarlos a todos con su habitual dispendio económico, su típica voracidad tributaria, su nula capacidad de gestión y la consolidación de una casta gobernante que acumula todos los privilegios.
Perdidas hace décadas las rancias batallas del marxismo, la izquierda adoptó como propias las más variadas políticas identitarias: ecologismo militante, feminismo radical, catastrofismo climático, indigenismo, nacionalismos, animalismo y toda una serie de “ismos” que conforman una nueva religión que adoran millones de creyentes, que están dirigidos por “nuevos clérigos” que atacan cualquier discrepancia bajo campañas de acoso en las redes sociales e implacables políticas de cancelación, pero su sonoro fracaso político no ha podido impedir un innegable triunfo ideológico.
La gente de izquierdas de hoy se limita a seguir una “doctrina oficial” que logra que el concepto “buena persona” sea asociado con su ideología, y consigue que una mayoría de jóvenes piense que la gente de derechas carece de compasión por los demás.
A muchas mentes en formación, hoy se les adoctrina para integrar el nutrido equipo de la “buena gente de izquierdas”, más allá del cual sólo existe un “siniestro poblado”. Este mensaje es divulgado por buen número de profesores, artistas, científicos y periodistas, y ellos se encargan de que honestos políticos de derechas siempre caigan mal y malos políticos de izquierdas tengan habitualmente buena prensa.
La extendida y poderosa izquierda oficial trata de conservar a los jóvenes en estado de “eterna adolescencia” para mantenerlos en sus filas, y así va el país.
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