Momentos idos, segunda entrega de relatos románticos del autor Wilson Rogelio Enciso, no es simplemente un libro: es un aliento prolongado de memoria, un susurro que se escapa del rincón más oscuro del corazón humano. Cuarenta y tres relatos configuran este universo de palabras que no buscan explicarse, sino ser escuchadas, como quien oye el murmullo del viento entre las ramas de un árbol moribundo.

A diferencia de su obra anterior, Amé en silencio, y en silencio muero, donde el amor callaba como un pájaro herido, aquí las voces se desdoblan y revelan una pluralidad de temas, como si los fragmentos de un espejo roto intentaran reflejar un mismo rostro desde distintas dimensiones. La vibración más persistente —y quizás la más desgarradora— proviene de un hombre que ha alcanzado las postrimerías de su existencia, desde donde contempla, como en una sala de espejos vacíos, los residuos de los sueños no cumplidos. En ‘Vacío en el alma’, cada palabra es una brizna de polvo que cae sobre la conciencia: proyectos truncos, promesas nunca realizadas, amores eternos que nunca alcanzaron su plenitud. Todo, todo se reduce a Ella, la figura ausente que en verdad nunca se ha ido. Otra corriente subterránea atraviesa estas páginas: la nostalgia social, que se desangra como una herida abierta en piezas como Poda de capullos. Aquí no se denuncia, se constata. La guerra, retratada sin artilugios ni discursos, se convierte en un susurro amargo que sobrevive más allá del eco. Niños, mujeres, ancianos: las víctimas silenciosas que cargan el peso de una humanidad que ha olvidado que existe lo sagrado en lo frágil. Enciso no acusa, ni salva: simplemente muestra, y al hacerlo, el lector no puede sino estremecerse. Hay versos que parecen extraídos del humo de la tarde: Que, al caer la tarde, paisanos míos mis versos carguen… o Para que entre la neblina sea mi postrer destino… No es sólo el anhelo de regresar, es el deseo de disolverse en lo que fuimos, en lo que tal vez nunca llegamos a ser. La tierra, el origen, el polvo: todo está ahí, latiendo como una música lejana que sólo se oye cuando se ha aprendido a callar. Y están las musas virtuales, tan reales como un recuerdo, tan etéreas como una imagen de agua: Irene, la Diosa Griega; María Teresa; Ester, la anciana brasileña cuya sonrisa, se nos dice, sosiega espíritus agobiados. Aquí la inspiración no se invoca, simplemente aparece, como el fuego que brota al frotar piedras secas. Enciso les canta como si cada palabra fuese una reverencia silenciosa a lo intangible. Pero donde el texto verdaderamente hiere es cuando el autor regresa a su familia, a su madre, a su linaje. Aquí no hay metáforas: hay verdad. Una verdad tan serena que se convierte en cicatriz. Y uno comprende que el acto de escribir, en esta obra, no es otra cosa que una tentativa de reconciliación con la imperfección de haber vivido. Momentos idos no es un compendio de historias. Es una ofrenda, una plegaria, un ejercicio de despojo interior. Quien lo lea no saldrá ileso, porque entre estas páginas se ha escondido un espejo: uno que, al abrirse, nos obliga a contemplar nuestro propio rostro ausente.
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