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La caída de los dioses

González y Cebrián, una extraña e inquietante pareja
Francisco J. Caparrós
martes, 25 de octubre de 2016, 01:07 h (CET)
Tanto Juan Luis Cebrián como Felipe González Márquez han olvidado que un día, ya muy alejado en el tiempo, fueron referentes ambos para sus respectivas profesiones. Periodista el primero y político el segundo, dejaron sin embargo cierto día de luchar por todo aquello que valió la pena en un país que, a trompicones, fue saliendo de la más absoluta penumbra. A esos dos luchadores se les relativizaron todas y cada una de sus prioridades, simplemente acabaron domesticándose, y ahora no pueden por menos que sorprenderse ante una realidad irreverente y cruda que no suele respetar ni a mitos ni a dioses.

Lo que les ocurrió en la Autónoma de Madrid, cuando intentaban ambos acceder al campus de la facultad, no es fruto de la eventualidad sino del esfuerzo que tanto González como Cebrián han invertido en alimentarlo, sobre todo estos últimos años de complaciente liberalismo. Más que “el futuro no es lo que era”, yo le daría por título a la conversación que pretendían mantener en sus aulas, ante un auditorio ávido de respuestas que mucho me temo que no serán jamás satisfechas, un epígrafe al uso como “decepción de futuro”.

Por estúpido que pueda parecer, los humanos siempre hallamos la manera de decepcionar a nuestros semejantes, y tanto el expresidente como el académico de la lengua han defraudado a mucha gente. Sujetos que otrora bebían los vientos por sus cualidades profesionales y humanas, hoy abominan de tanto y tan burdo convencionalismo como ha arraigado en sus constreñidas mentes. Es cierto que, de Cebrián, apenas han salido a la luz asuntos escabrosos que le comprometiesen, pues salvo el tema de los papeles de Panamá, en el que parece constatarse la evasión de impuestos por su parte, o los últimos despidos de El País, de los que se le culpa directamente a él y a su fuerte nepotismo, poco más se le puede reprochar al exdirector del rotativo, que es algo que no se puede decir de González: su rocambolesco divorcio de la mujer que estuvo casada con él durante casi cuarenta años, el fichaje por Endesa con un sueldo prohibitivo para cualquier otro socialista, pero sobre todo su obsesión por pontificar acerca de lo que, a su juicio, debería ser y no ha sido.

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El nuevo papa, León XIV, ha recibido el pasado sábado —puertas cerradas, Aula del Sínodo, liturgia intacta— a los cardenales de toda estirpe y procedencia, no sólo a los que alzaron la mano en su favor. Entre cirios, anillos y latinajos, les ha explicado por qué ha escogido un nombre con más hierro que incienso: en honor a León XIII, el pontífice que se atrevió con la cuestión obrera cuando la Iglesia aún olía más a incienso que a fábrica.

La vida, sobre todo cuando se dilata por el transcurso de los años, te somete a momentos en las que tienes que hacer de tripas corazón, asumirlos con dignidad o rendirte. También con una buena dosis de dignidad. El encuentro con las diversas situaciones de tu vida van deteriorando tu capacidad de encaje, entonces te llega el momento en que te planteas si vale la pena seguir luchando o dejarte llevar por la corriente que te rodea y vivir en paz el presente. Pero sin futuro.

En un tiempo donde lo que se aparenta muchas veces vale más que lo que se es, hay quienes han hecho del estatus su escudo, del apellido su bandera y del dinero un pedestal desde el que miran al resto, como si el mundo fuese un teatro de castas en el que ellos, por supuesto, ocupan siempre el primer plano. Es el culto a la vanidad, esa enfermedad silenciosa del alma que disfraza la humildad de altivez.

 
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