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Una mayor comprensión de amor nos da un nivel de consciencia más alto, ser dueños de nuestro destino, y las cosas exteriores no nos causan conflictos

Autoconocimiento y paz

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El conocimiento propio, sin ser la única fuente de paz, puede desempeñar un papel esencial: somos imagen de Dios, llevamos una chispa divina en nuestro interior, y la autoconciencia es una comprensión de amor que abarca emociones, pensamientos, valores, creencias y comportamientos. Cuando sabemos vivir desde nuestra interioridad, ni siquiera las desgracias nos pueden quitar la paz interior. Una mayor comprensión de amor nos da un nivel de consciencia más alto, ser dueños de nuestro destino, y las cosas exteriores no nos causan conflictos.

   

Las relaciones con los demás estarán llenas de empatía y por eso podemos ser capaces de no juzgar a nadie porque comprendemos a cada uno y sus sentimientos. También el autoconocimiento nos da autocontrol para reconocer en nosotros pensamientos y emociones impulsivos o destructivos y evitar reacciones impropias.

    

Naturalmente, esta capacidad favorece que podamos mediar en la resolución de conflictos al identificar las necesidades y deseos propios y ajenos. Y esa paz luminosa ofrece para los demás un liderazgo hacia ellos que proviene de esa confiabilidad que se transparenta.

   

La comprensión favorece la cooperación, el diálogo y las buenas relaciones, la justicia y el respeto, y si bien hay circunstancias que requieren unas habilidades o aptitudes, conocimiento de las situaciones, esta actitud de paz favorece todas las situaciones.

   

Al ver la grandeza de quienes somos podemos desaprender nuestro ego y así ya no hay un obstáculo en esas relaciones con los demás. La transparencia del corazón deja de lado el deseo de tener siempre la razón; aprendemos a escuchar y tener compasión por las debilidades propias y ajenas.

   

Y entre todas las cosas, hay una que demuestra que tenemos paz: el espíritu de servicio, pensar en los demás siempre. Es la prueba de que hay paz con nosotros y nuestros semejantes. 


La paz se ha visto como lo más agradable para desear, lo mejor de la vida: “Nada se suele oír con más agrado, ni es más de apetecer, ni al final se puede hallar nada mejor” (Agustín de Hipona [1]). La necesitamos para ser felices, y para todo: para un trabajo de creatividad, para el estudio y contemplación de la verdad, para el crecimiento personal y espiritual… y para la vida en sociedad: relaciones interpersonales, concordia social. Incluso en algunas tradiciones espirituales como el budismo, la paz es la meta de un desasimiento mediante la anulación de tendencias y deseos. En occidente, la corriente estoica ha propuesto como meta de la perfección la ataraxia como control racional de todas las pasiones y afectos que lleva a una imperturbable y rígida paz por encima de las adversidades y sufrimientos aún los más dolorosos. Pero la paz cristiana es mucho más rica: no quita los afectos que son parte esencial de la vida, sino que los integra en un alma que sabe ver todas las cosas como venidas de la mano de Dios.


Y esto es muy necesario en nuestro tiempo, pues vemos la paz como el gran bien deseable en nuestra época, para vencer la angustia que reina como el gran mal, fruto del estrés interno, y las tensiones sociales, pobreza de contacto humano, soledad de muchas personas, despersonalización en las grandes ciudades, crisis en muchas familias, en las creencias tradicionales… ha aumentado el uso de ansiolíticos y hay una búsqueda de esa paz que aquiete el alma.


   

Podemos valorar la paz como un determinado estado del espíritu humano en el que la vida tiene un propósito y estamos alineados con él. En la Biblia vemos la paz no solo como una conquista sino sobre todo como un don de lo alto: “Yo soy Yavwéh, el que da la paz” (Isaías 45,7; Jeremías 6,4). Es un descanso en Dios (Deuteronomio 25,19) al que acceden quienes cumplen la divina voluntad (Salmo 94,10-11), que concede el Mesías, “Príncipe de la Paz” (Isaías 9,6). Todo esto era imagen de Jesús que trae “paz a las personas de buena voluntad” (Lucas 2,14). La tradición cristiana pone la paz también como una superación del ego (1 Pedro 2,11; Romanos 13,14; Gálatas 5,16), del egoísmo que no es más que la forma suprema de ignorancia. Y esa paz no va con las modas de la sociedad del tener éxito, dinero y fama pues “no os la doy, como la que da el mundo” (Juan 14,27) sino que es algo más profundo, del ser y no del tener, un don que ya nadie nos puede quitar (Juan 16,22; Romanos 8,35-39). Es fruto de la sabiduría de las cosas del espíritu (Romanos 8,6; Gálatas 6,22).




[1] De Civitate Dei, 19, 11.

Autoconocimiento y paz

Una mayor comprensión de amor nos da un nivel de consciencia más alto, ser dueños de nuestro destino, y las cosas exteriores no nos causan conflictos
Llucià Pou Sabaté
martes, 7 de noviembre de 2023, 09:41 h (CET)

El conocimiento propio, sin ser la única fuente de paz, puede desempeñar un papel esencial: somos imagen de Dios, llevamos una chispa divina en nuestro interior, y la autoconciencia es una comprensión de amor que abarca emociones, pensamientos, valores, creencias y comportamientos. Cuando sabemos vivir desde nuestra interioridad, ni siquiera las desgracias nos pueden quitar la paz interior. Una mayor comprensión de amor nos da un nivel de consciencia más alto, ser dueños de nuestro destino, y las cosas exteriores no nos causan conflictos.

   

Las relaciones con los demás estarán llenas de empatía y por eso podemos ser capaces de no juzgar a nadie porque comprendemos a cada uno y sus sentimientos. También el autoconocimiento nos da autocontrol para reconocer en nosotros pensamientos y emociones impulsivos o destructivos y evitar reacciones impropias.

    

Naturalmente, esta capacidad favorece que podamos mediar en la resolución de conflictos al identificar las necesidades y deseos propios y ajenos. Y esa paz luminosa ofrece para los demás un liderazgo hacia ellos que proviene de esa confiabilidad que se transparenta.

   

La comprensión favorece la cooperación, el diálogo y las buenas relaciones, la justicia y el respeto, y si bien hay circunstancias que requieren unas habilidades o aptitudes, conocimiento de las situaciones, esta actitud de paz favorece todas las situaciones.

   

Al ver la grandeza de quienes somos podemos desaprender nuestro ego y así ya no hay un obstáculo en esas relaciones con los demás. La transparencia del corazón deja de lado el deseo de tener siempre la razón; aprendemos a escuchar y tener compasión por las debilidades propias y ajenas.

   

Y entre todas las cosas, hay una que demuestra que tenemos paz: el espíritu de servicio, pensar en los demás siempre. Es la prueba de que hay paz con nosotros y nuestros semejantes. 


La paz se ha visto como lo más agradable para desear, lo mejor de la vida: “Nada se suele oír con más agrado, ni es más de apetecer, ni al final se puede hallar nada mejor” (Agustín de Hipona [1]). La necesitamos para ser felices, y para todo: para un trabajo de creatividad, para el estudio y contemplación de la verdad, para el crecimiento personal y espiritual… y para la vida en sociedad: relaciones interpersonales, concordia social. Incluso en algunas tradiciones espirituales como el budismo, la paz es la meta de un desasimiento mediante la anulación de tendencias y deseos. En occidente, la corriente estoica ha propuesto como meta de la perfección la ataraxia como control racional de todas las pasiones y afectos que lleva a una imperturbable y rígida paz por encima de las adversidades y sufrimientos aún los más dolorosos. Pero la paz cristiana es mucho más rica: no quita los afectos que son parte esencial de la vida, sino que los integra en un alma que sabe ver todas las cosas como venidas de la mano de Dios.


Y esto es muy necesario en nuestro tiempo, pues vemos la paz como el gran bien deseable en nuestra época, para vencer la angustia que reina como el gran mal, fruto del estrés interno, y las tensiones sociales, pobreza de contacto humano, soledad de muchas personas, despersonalización en las grandes ciudades, crisis en muchas familias, en las creencias tradicionales… ha aumentado el uso de ansiolíticos y hay una búsqueda de esa paz que aquiete el alma.


   

Podemos valorar la paz como un determinado estado del espíritu humano en el que la vida tiene un propósito y estamos alineados con él. En la Biblia vemos la paz no solo como una conquista sino sobre todo como un don de lo alto: “Yo soy Yavwéh, el que da la paz” (Isaías 45,7; Jeremías 6,4). Es un descanso en Dios (Deuteronomio 25,19) al que acceden quienes cumplen la divina voluntad (Salmo 94,10-11), que concede el Mesías, “Príncipe de la Paz” (Isaías 9,6). Todo esto era imagen de Jesús que trae “paz a las personas de buena voluntad” (Lucas 2,14). La tradición cristiana pone la paz también como una superación del ego (1 Pedro 2,11; Romanos 13,14; Gálatas 5,16), del egoísmo que no es más que la forma suprema de ignorancia. Y esa paz no va con las modas de la sociedad del tener éxito, dinero y fama pues “no os la doy, como la que da el mundo” (Juan 14,27) sino que es algo más profundo, del ser y no del tener, un don que ya nadie nos puede quitar (Juan 16,22; Romanos 8,35-39). Es fruto de la sabiduría de las cosas del espíritu (Romanos 8,6; Gálatas 6,22).




[1] De Civitate Dei, 19, 11.

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