El primer vínculo que tiene cualquier persona es con una mujer. Nacemos de una mujer. De nuestra madre. Sin embargo, madre y mujer son conceptos ahora mismo tan zarandeados que nos hemos perdido (y no sólo en semánticas, sino en experimentos). De hecho, la maternidad que celebramos el domingo de mayo está en un laberinto.
Hasta ahora, la madre ha sido la mujer que ha concebido un niño, lo ha gestado, parido y criado. En la actualidad, la fecundación, el vientre y la genealogía pueden desligarse. Un embrollo que, si bien jurídicamente se ha resuelto (la madre es quien da a luz, y, si luego otra mujer adopta, la maternidad pasa a la segunda; la donante del óvulo no pinta nada), no así existencialmente, pues detrás hay criaturas desmembradas. Recordemos, si no, a Edipo…
Al llegar a la pubertad, el héroe griego sospechó que no era hijo de quienes pensaba. Para salir de dudas, visitó el Oráculo de Delfos, que le auguró que mataría a su verdadero padre y luego desposaría a su madre. Decidió no regresar nunca a Corinto para huir de su destino. Emprendió el viaje y, en el camino hacia Tebas, se encontró con Layo en una encrucijada.
El heraldo de Layo, Polifontes, ordenó a Edipo que le cediera el paso, pero ante la demora de este, mató a uno de sus caballos. Encolerizado, el joven asesinó a Polifontes y a Layo sin saber que era el rey de Tebas y su propio padre. Más tarde, venció a la esfinge, fue coronado y se casó con su madre. Algo así, pero real, podremos ver ya en nuestros días.
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