El apagón, como el algodón del anuncio, no engaña. Muestra la languidez de nuestro montaje social que, visto lo visto, parece pender de un hilo. La verdad es que siempre hemos sido quebradizos en lo individual y en lo colectivo; nuestros sistemas sociales, nuestras civilizaciones y culturas, han dependido de inciertos factores naturales o culturales. Ello explica, tal vez, la afición que mostramos por el milenarismo. De manera consciente o inconsciente, sabemos de nuestra debilidad y nos fascina lo apocalíptico. Se aprovechan de ello para dominarnos y hacernos más obedientes. El miedo es el arma más poderosa. El cine y la literatura están llenos de distopías, que ya no sé si lo son tanto visto lo visto, acerca de un futuro en el que la civilización desaparece o se fragmenta hasta el límite de la nada para ser sustituida por un caos de tintes variopintos.
En relación con ello, una de las cosas que nos divide a los humanos, al igual que nos fraccionan las ideologías, las creencias y demás, es la actitud o pensamiento que desarrollamos acerca del futuro. La idea del porvenir que cada uno de nosotros atesora le define con cierta precisión. Hay, por un lado, partidarios de las teorías conspirativas y hay quienes siguen confiando en la realidad de su entorno y en una suerte de racionalidad militante. También están las posturas intermedias, que no todo ha de ser blanco o negro, aunque nos quieran convencer de lo contrario.
Umberto Eco escribió sobre “apocalípticos” e “integrados”, para referirse a las dos posiciones sobre los medios de masas allá por los años sesenta del siglo XX, cuando estaban lejos tanto Internet como las redes sociales. La denominación que el piamontés utilizó para esas dos concepciones nos podría valer ahora para precisar nuestras diversas actitudes y valoraciones acerca del mundo actual y sus zozobras.
Los apocalípticos (nada que ver con los partidarios de las teorías de la conspiración, sino más cercanos cada vez a lo que, más arriba, denominamos racionalidad militante) entienden y sienten que el progreso humano nos conduce al desastre, a un “Armagedón” ecológico y técnico, un colapso fruto de nuestra ambición, y creen fundamentar esa percepción en la ciencia, aunque se trate de una creencia. Se puede argumentar, frente a ello, que los seres humanos hemos llegado hasta aquí gracias a la indagación del entorno, al afán de prosperar, de huir de la dependencia respecto a los imponderables naturales. A eso se le llamó siempre progreso; renunciar al mismo a causa del miedo a la catástrofe resulta peligroso. En cuanto a los integrados, formarían parte de ese grupo quienes atesoran cierta fe en el progreso y en la tecnología, aunque progresivamente se vayan derivando hacia algún tipo de teoría conspirativa; no asumen, en principio, ningún sentimiento acerca de una posible final de la civilización que conocemos a causa de los desastres anunciados por los apocalípticos y, en todo caso, no los identifican con el progreso, del que son partidarios, abominando de los amigos del milenarismo, aunque sea milenarismo científico, si bien tienden a caer, estos integrados, en la trampa de algo parecido a ese milenarismo, en forma de “conspiranoia”. Parece complicado, pero se entiende si lo pensamos un poco.
En las últimas décadas, se va imponiendo, porque nos lo insuflan, el sentimiento apocalíptico, paralelo a un rechazo del crecimiento, que se identifica con el capitalismo, actuando la religión ecológica como argamasa y doctrina transversal, extendida urbi et orbe tras la caída del muro y la desaparición de la Unión Soviética, antes de ello incluso si rescatamos los planes del “Club de Roma” (recordemos aquello de los “límites del crecimiento”). Se trata de una negación de lo que somos y hemos sido, sobre todo a partir de la industrialización decimonónica. Y se plasma en el nuevo culto medioambiental, variante actual del maniqueísmo de siempre, expresión de un dualismo que distingue entre la pureza prístina de la Naturaleza (con mayúscula, propia de las ideas metafísicas, en este caso) y su antagonista en forma de civilizaciones humanas, que mancillarían esa pureza por la vía tecnológica.
Puede que esa actitud, presente de manera transversal, en el pensamiento de nuestros días, y alimentada desde las esferas del poder y de la ideología, esté en el origen del apagón físico que hemos vivido, antesala tal vez de un futuro apagón de nuestra civilización en forma de debacle y retroceso. Dicho apagón podría ser metáfora y anuncio de aquello que afirmó Bill Gates: "en una década, la inteligencia artificial hará innecesarios a los humanos para la mayoría de las cosas". Semejante aseveración, además de absurda, pues somos los humanos la conciencia creadora de la propia IA, muestra cuál puede ser el verdadero apagón que deba preocuparnos: el de nuestra libertad individual, poco a poco más mortecina y afectada por el “turn off” al que viene siendo sometida.
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