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Entre los precios de la gasolina y el estado del tráfico nos han obligado a los sufridos españolitos a usar y abusar de los autobuses urbanos

El autobús

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Para mí no es nada nuevo. El vivir en las afueras de la ciudad y el precio desorbitado de los aparcamientos, hace años que me ha convertido en un ferviente usuario de los servicios públicos. Encima mi ayuntamiento ha creado unas tarifas muy económicas para los “jubiletas”.

         

Quieras o no, mi espíritu de escribidor de historias me hace permanecer muy atento a cuanto acaece en el pequeño mundo que gira durante media hora alrededor de un trayecto. Un revoltijo de frases, llamadas por los móviles, quejas del tiempo, el gobierno y todo lo que se mueve. Broncas por el asiento o el espacio y gracia, mucha gracia, en las distintas intervenciones.

       

Los usuarios del transporte público se convierten, por un rato, en una especie de sindicato reivindicativo de cuantas situaciones estima denigrantes o, cuando menos, poco amables, con el resto de los viajeros. Chillidos advierten de la carrera de alguien que quiere subir o abandonar el bus. Afean a los jóvenes que usan los asientos destinados a los mayores, mujeres embarazadas o inválidos y, finalmente, se solidarizan con todo el que notan un poco apurado.

    

Estas ideas se me incrementaron días pasados. Una mañana de gestiones en el centro, agravada por la ausencia de una copia del DNI de mi esposa, me hizo volver a casa. En resumen; cuatro viajes de casi media hora cada uno.

      

Cuando retornaba a mi domicilio por segunda vez, una vez completada satisfactoriamente la gestión, pude observar como una señora sesentona entraba apurada en el autobús en el último segundo. Chapurreaba un pésimo español con acento eslavo y entregó 20 euros para pagar el billete. El conductor se negó a cambiarle. Parece ser que tienen la norma de no cambiar billetes de ese valor o superior. La mujer desesperada se dirigió a cuantos la rodeábamos preguntando si teníamos cambio. Nadie lo tenía.

       

Surge la Málaga solidaria. Inmediatamente tres mujeres se ofrecen a pagarle el autobús. Una de ellas se adelanta y pasa su tarjeta de transporte por la maquinita. La otra le sede el sitio y una tercera le ofrece dinero suelto para pagar el billete de vuelta.

       

La señora estaba a punto de llorar. Esta vez de alegría. Y yo estaba a punto de iniciar un aplauso. Olé por la buena gente. El movimiento se demuestra andando.

       

Seguí escuchando conversaciones e inventando historias mentales. Pero me sentí orgulloso de mi condición de ser humano. Esto no son promesas de los políticos. Son realidades de la “gente corriente”. La que no sale en los papeles.

El autobús

Entre los precios de la gasolina y el estado del tráfico nos han obligado a los sufridos españolitos a usar y abusar de los autobuses urbanos
Manuel Montes Cleries
viernes, 17 de junio de 2022, 10:00 h (CET)

Para mí no es nada nuevo. El vivir en las afueras de la ciudad y el precio desorbitado de los aparcamientos, hace años que me ha convertido en un ferviente usuario de los servicios públicos. Encima mi ayuntamiento ha creado unas tarifas muy económicas para los “jubiletas”.

         

Quieras o no, mi espíritu de escribidor de historias me hace permanecer muy atento a cuanto acaece en el pequeño mundo que gira durante media hora alrededor de un trayecto. Un revoltijo de frases, llamadas por los móviles, quejas del tiempo, el gobierno y todo lo que se mueve. Broncas por el asiento o el espacio y gracia, mucha gracia, en las distintas intervenciones.

       

Los usuarios del transporte público se convierten, por un rato, en una especie de sindicato reivindicativo de cuantas situaciones estima denigrantes o, cuando menos, poco amables, con el resto de los viajeros. Chillidos advierten de la carrera de alguien que quiere subir o abandonar el bus. Afean a los jóvenes que usan los asientos destinados a los mayores, mujeres embarazadas o inválidos y, finalmente, se solidarizan con todo el que notan un poco apurado.

    

Estas ideas se me incrementaron días pasados. Una mañana de gestiones en el centro, agravada por la ausencia de una copia del DNI de mi esposa, me hizo volver a casa. En resumen; cuatro viajes de casi media hora cada uno.

      

Cuando retornaba a mi domicilio por segunda vez, una vez completada satisfactoriamente la gestión, pude observar como una señora sesentona entraba apurada en el autobús en el último segundo. Chapurreaba un pésimo español con acento eslavo y entregó 20 euros para pagar el billete. El conductor se negó a cambiarle. Parece ser que tienen la norma de no cambiar billetes de ese valor o superior. La mujer desesperada se dirigió a cuantos la rodeábamos preguntando si teníamos cambio. Nadie lo tenía.

       

Surge la Málaga solidaria. Inmediatamente tres mujeres se ofrecen a pagarle el autobús. Una de ellas se adelanta y pasa su tarjeta de transporte por la maquinita. La otra le sede el sitio y una tercera le ofrece dinero suelto para pagar el billete de vuelta.

       

La señora estaba a punto de llorar. Esta vez de alegría. Y yo estaba a punto de iniciar un aplauso. Olé por la buena gente. El movimiento se demuestra andando.

       

Seguí escuchando conversaciones e inventando historias mentales. Pero me sentí orgulloso de mi condición de ser humano. Esto no son promesas de los políticos. Son realidades de la “gente corriente”. La que no sale en los papeles.

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