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Nuestros MasterChef

El programa MasterChef de la 1ª de TVE capta la atención de una gran parte del auditorio hispano
Manuel Montes Cleries
jueves, 2 de diciembre de 2021, 12:03 h (CET)

El pasado lunes se celebró la final de la presente edición de este programa, en este caso protagonizado por “famosos”. Un gran éxito debido en parte a la extraordinaria categoría como comunicadores de los cuatro finalistas. Si a eso unimos el saber estar de los que al final fueron elegidos como ganadores del concurso ex-aequo: Mike Nadal y Juanma Castaño, no tenemos más remedio que felicitar a la dirección del programa y a los vencedores.

   

Los momentos más emocionantes de la final se produjeron durante la descripción de los platos que componían el menú por parte de los concursantes. Recurrieron a sus mejores recuerdos familiares y aquellos que les acompañaron a lo largo de su vida. Afloraron sensaciones y sabores de la infancia y adolescencia.

   

Pienso que cada uno de nosotros tiene clavados en su mente y en su corazón platos especiales que vuelven a su memoria en los momentos de añoranza. Para mí, este programa me ha hecho despertar situaciones que se mezclan con lugares, olores que se entrecruzan con sonidos y una maravillosa sensación de retorno a un pasado ya lejano.

   

Comencé recordando el pollo en pepitoria de mi madre. Años 60 en mí viejo piso de calle Mármoles y el guiso de un pollo, matado en casa, cuyos muslos me parecían gigantes (y supongo que lo eran). Nada que ver con los pollos industriales de hoy. En aquellos años solo se comía pollo en las grandes y muy escasas ocasiones. La mesa puesta primorosamente en el salón que solo se usaba en Navidades. Los entremeses desparramados por el mantel primorosamente bordado en el ajuar por mi madre. El tinto de Rioja y los borrachuelos de la abuela Encarna. ¿Qué más podíamos pedir?

   

El otro plato que presentaría sería el guiso de callos de mi suegra. El momento: el día de mi Santo, el 1 de Enero. Lugar la casa que habito desde hace más de cuarenta años. Comensales: toda mi extensa familia, vecinos y agregados. Casi medio centenar de personas, dos ollas gigantescas de callos, un jamón, un queso y cinco docenas de huevos fritos. Que más se le puede pedir a la onomástica de un servidor. Pues sí. Mis callos sin garbanzos, por favor.

   

El tercer plato lo compartíamos tres matrimonios con cierta asiduidad, Pepe y Rosi, Valentín y Maribel (desgraciadamente fallecidos los dos) y Ani y yo. Unas buenas entradas que traían los visitantes y un rabo de toro que bordaba (y sigue bordando) mi esposa Ani. Esa carne que se deshace del hueso y ese sabor inmejorable aderezado con unas patatas fritas para completar.  Y de postre una larga partida de póker a cara de perro.

    

También se vive de recuerdos. Del pollo en pepitoria de mi madre, de la olla de callos de mi suegra y del rabo de toro de mi Ani. Mucho corazón y poca dieta Mediterránea. Pero no cambio estas sensaciones por todas las estrellas Michelín del mundo. ¡Viva la familia! Ellas son mis auténticas MasterChef.

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Lo que voy a decir no se apoya -no lo pretende, además lo rechaza- en ningún argumento científico. Rechazo en general lo científico porque proviene, tal caudal de conocimiento, de la mente humana matemática, fajada y limitada, sobre todo no mente libre sino observante desde muchos filtros atascados de prejuicios.

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua.

El filólogo humanista Noam Chomsky decía que “si no se está de acuerdo con una cuestión, el hecho de formular y escuchar críticas, forma parte de la convivencia, y así se espera que sea”. De este modo, Chomsky argumenta el derecho y obligación a ejercer la crítica como proceso para la construcción de la convivencia.

 
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