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Las altas esferas políticas parecen cada vez más lejos de la realidad de los jóvenes

Desidia juvenil

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Es curioso. Gran parte del futuro, dicen, depende de nosotros, pero los focos casi siempre apuntan hacia otra dirección. Apenas algunos macrobotellones nos dan, por desgracia e irresponsabilidad, cierto protagonismo. Una imprudente disciplina para adornar el currículum. Y para dejar patente la desconexión y desilusión venidera. Permítanme que me incluya.


Cuesta entendernos. Las altas esferas políticas parecen cada vez más lejos de la realidad juvenil. Han sido jóvenes como nosotros pero parecen haberse olvidado, quizá porque sus hijos carecen de inquietudes semejantes a las nuestras. No hablo solo por certezas, sino especialmente por sensaciones. La voz de los grandes políticos, historiadores y periodistas -sabiduría y experiencia al margen- cuesta ser apropiada por las mentes menos longevas. La juventud abandona su interés en la política por ser disidentes de la misma.


Diferentes corrientes nacen de esta ardua coyuntura social. La primera y menos común está relacionada con la alimentación de un fuerte arraigo a una corriente política concreta. La segunda -y me atrevería a decir más habitual- el pasotismo. Muchos jóvenes no se sienten representados por los políticos actuales. 


El erróneo tópico de la apatía hacia la política por la falta de estudios contrasta con una corriente de licenciados que, de manera intencionada por disponer precisamente de esos conocimientos avanzados, decide echarse a un lado y pasar de la política. Incredulidad ante la mínima posibilidad de cambiar con lo establecido. Desinterés e ignorancia que, a kilómetros de la actualidad política y abanderados por noticias falsas y falacias, se traduce en la compra de ciertas palabras y el desecho de otras sin capacidad crítica alguna. Razón que fomenta la búsqueda de alternativas ideológicas que acaban conduciendo al fanatismo radical, los grandes beneficiados. La sobreinformación, a veces, más que ilustrar, genera un efecto rebote hacia la desconfianza. 


Y las redes sociales, más que generar compañerismo y empatía, inducen al yoísmo y a la necesidad de acudir a los demás únicamente para lograr el codiciado reconocimiento personal. Blanco fácil para los populismos.


Del mismo modo, existe una corriente juvenil de gran capacidad de cuestión, información, curiosidad y ambición de cambio, que se centra en la justicia social más que en el politiqueo. Prima la consciencia de que, desde los estratos gubernamentales, las posibilidades de transformación y equidad colectiva son remotas.


Apenas algunos dirigentes políticos proponen estrategias tangibles y reales enfocadas en el público joven. El recién nombrado ministro Escrivá no es precisamente uno de ellos. El singular cambio cultural que propone debería ser la garantía de disponer un trabajo digno a los 25 años -y en todas las edades- y no la obligación de trabajar hasta los 75. Un 40% de paro juvenil y la desconfianza empresarial en ellos lo certifica. Aquellos a los que se les exige años de experiencia para cualquier empleo. Difícil tenerla si apenas hay oportunidad de iniciarse. Tan solo la precariedad o las famosas prácticas en empresas dan una mínima esperanza. Estas últimas cuestan a la Seguridad Social más de 1.500 millones de euros al año, según UGT. La juventud, una vez más, a la cola de las prioridades.


Trabajar para vivir y vivir para trabajar. Como en matemáticas, el orden de los factores no altera el producto. Desidia juvenil.

Desidia juvenil

Las altas esferas políticas parecen cada vez más lejos de la realidad de los jóvenes
Alberto Fandos
lunes, 4 de octubre de 2021, 08:46 h (CET)

Es curioso. Gran parte del futuro, dicen, depende de nosotros, pero los focos casi siempre apuntan hacia otra dirección. Apenas algunos macrobotellones nos dan, por desgracia e irresponsabilidad, cierto protagonismo. Una imprudente disciplina para adornar el currículum. Y para dejar patente la desconexión y desilusión venidera. Permítanme que me incluya.


Cuesta entendernos. Las altas esferas políticas parecen cada vez más lejos de la realidad juvenil. Han sido jóvenes como nosotros pero parecen haberse olvidado, quizá porque sus hijos carecen de inquietudes semejantes a las nuestras. No hablo solo por certezas, sino especialmente por sensaciones. La voz de los grandes políticos, historiadores y periodistas -sabiduría y experiencia al margen- cuesta ser apropiada por las mentes menos longevas. La juventud abandona su interés en la política por ser disidentes de la misma.


Diferentes corrientes nacen de esta ardua coyuntura social. La primera y menos común está relacionada con la alimentación de un fuerte arraigo a una corriente política concreta. La segunda -y me atrevería a decir más habitual- el pasotismo. Muchos jóvenes no se sienten representados por los políticos actuales. 


El erróneo tópico de la apatía hacia la política por la falta de estudios contrasta con una corriente de licenciados que, de manera intencionada por disponer precisamente de esos conocimientos avanzados, decide echarse a un lado y pasar de la política. Incredulidad ante la mínima posibilidad de cambiar con lo establecido. Desinterés e ignorancia que, a kilómetros de la actualidad política y abanderados por noticias falsas y falacias, se traduce en la compra de ciertas palabras y el desecho de otras sin capacidad crítica alguna. Razón que fomenta la búsqueda de alternativas ideológicas que acaban conduciendo al fanatismo radical, los grandes beneficiados. La sobreinformación, a veces, más que ilustrar, genera un efecto rebote hacia la desconfianza. 


Y las redes sociales, más que generar compañerismo y empatía, inducen al yoísmo y a la necesidad de acudir a los demás únicamente para lograr el codiciado reconocimiento personal. Blanco fácil para los populismos.


Del mismo modo, existe una corriente juvenil de gran capacidad de cuestión, información, curiosidad y ambición de cambio, que se centra en la justicia social más que en el politiqueo. Prima la consciencia de que, desde los estratos gubernamentales, las posibilidades de transformación y equidad colectiva son remotas.


Apenas algunos dirigentes políticos proponen estrategias tangibles y reales enfocadas en el público joven. El recién nombrado ministro Escrivá no es precisamente uno de ellos. El singular cambio cultural que propone debería ser la garantía de disponer un trabajo digno a los 25 años -y en todas las edades- y no la obligación de trabajar hasta los 75. Un 40% de paro juvenil y la desconfianza empresarial en ellos lo certifica. Aquellos a los que se les exige años de experiencia para cualquier empleo. Difícil tenerla si apenas hay oportunidad de iniciarse. Tan solo la precariedad o las famosas prácticas en empresas dan una mínima esperanza. Estas últimas cuestan a la Seguridad Social más de 1.500 millones de euros al año, según UGT. La juventud, una vez más, a la cola de las prioridades.


Trabajar para vivir y vivir para trabajar. Como en matemáticas, el orden de los factores no altera el producto. Desidia juvenil.

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