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​Voy colgando mis modestos artículo en un blog al que he titulado “ver, juzgar y actuar”, los tres pasos que aprendimos en el libro de Maréchal, La Revisión de Vida, en mis años juveniles en la Acción Católica y seguramente el paso más difícil es el de juzgar, pues si cada hecho sobre el que me fijo a la hora de escribir no lleva a un juicio sobre mi mismo queda reducido, en el mejor de los casos, a un simple comentario bastante inútil.

Ver, juzgar y actuar

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Voy colgando mis modestos artículo en un blog al que he titulado “ver, juzgar y actuar”, los tres pasos que aprendimos en el libro de Maréchal, La Revisión de Vida, en mis años juveniles en la Acción Católica y seguramente el paso más difícil es el de juzgar, pues si cada hecho sobre el que me fijo a la hora de escribir no lleva a un juicio sobre mi mismo queda reducido, en el mejor de los casos, a un simple comentario bastante inútil.

Los hechos de vida que ocurren a mi alrededor, y me envuelven, pueden reducirse a una crítica ácida y despiadada de quienes no piensan como yo, de quienes ejecutan acciones que considero contrarias al bien común, pero si al mismo tiempo no examino atentamente si mi postura ante ese bien común es correcta puedo estar tratando de sacar la mota del ojo ajeno sin observar la viga que puedo tener en el propio, como nos advierte el evangelio.

Para los que piensan en términos de izquierdas son despreciables los que se manifiestan como derechas y son el enemigo a batir en las próximas elecciones, que es exactamente lo mismo que hace las derechas: esperar que en las próximas elecciones sean derrotadas las izquierdas.

Estas actitudes generan un creciente odio que juzgamos perverso y con el que habría que terminar, en un odio creciente puede llevar a serios enfrentamientos como ya sabemos que pasó y puede volver a pasar.

¿Qué podemos hacer? En primer lugar examinarnos a nosotros mismos si participamos de alguna forma en este odio y apresurarnos a arrancarlo de nuestro corazón, de nuestra conducta. Si caemos en la cuenta de que el odio puede anidar en nosotros recordemos el evangelio que nos dice que estamos obligados a amar a nuestros enemigos y rezar por ellos, pues si amamos solo a quienes nos aman, a los nuestros, ¿qué merito tenéis? Eso lo hace cualquiera.

Ser cristiano es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Son cosas sabidas pero que es bueno recordar cada día. Jesús nos dice: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen. Al que te pegue en una mejilla preséntale la otra, al que te quite la capa no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman ¿qué mérito tenéis? Si hacéis el bien solo a quienes os hacen bien ¿qué mérito tenéis? Sed misericordiosos como Dios es misericordioso, no juzguéis, y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad, y seréis perdonados, dad y se os dará, con la medida que midiereis se os medirá a vosotros (Lucas 6,27-38)

Los problemas, las enemistades, los rencores, los odios, hay que atajarlos y para ello estamos los que nos decimos cristianos, los que juzgamos los hechos de vida desde la mirada de Jesús de Nazaret. Hay que decidirse y optar por el amor o por el odio, por la convivencia pacífica o el caos.

Salir a la calle a vociferar y alzar el puño contra el contario no nos llevará al entendimiento ni a la fraternidad. Ya hay demasiadas manifestaciones de odio y pocas de amor.

Ver, juzgar y actuar

​Voy colgando mis modestos artículo en un blog al que he titulado “ver, juzgar y actuar”, los tres pasos que aprendimos en el libro de Maréchal, La Revisión de Vida, en mis años juveniles en la Acción Católica y seguramente el paso más difícil es el de juzgar, pues si cada hecho sobre el que me fijo a la hora de escribir no lleva a un juicio sobre mi mismo queda reducido, en el mejor de los casos, a un simple comentario bastante inútil.
Francisco Rodríguez
martes, 17 de septiembre de 2019, 10:31 h (CET)

Voy colgando mis modestos artículo en un blog al que he titulado “ver, juzgar y actuar”, los tres pasos que aprendimos en el libro de Maréchal, La Revisión de Vida, en mis años juveniles en la Acción Católica y seguramente el paso más difícil es el de juzgar, pues si cada hecho sobre el que me fijo a la hora de escribir no lleva a un juicio sobre mi mismo queda reducido, en el mejor de los casos, a un simple comentario bastante inútil.

Los hechos de vida que ocurren a mi alrededor, y me envuelven, pueden reducirse a una crítica ácida y despiadada de quienes no piensan como yo, de quienes ejecutan acciones que considero contrarias al bien común, pero si al mismo tiempo no examino atentamente si mi postura ante ese bien común es correcta puedo estar tratando de sacar la mota del ojo ajeno sin observar la viga que puedo tener en el propio, como nos advierte el evangelio.

Para los que piensan en términos de izquierdas son despreciables los que se manifiestan como derechas y son el enemigo a batir en las próximas elecciones, que es exactamente lo mismo que hace las derechas: esperar que en las próximas elecciones sean derrotadas las izquierdas.

Estas actitudes generan un creciente odio que juzgamos perverso y con el que habría que terminar, en un odio creciente puede llevar a serios enfrentamientos como ya sabemos que pasó y puede volver a pasar.

¿Qué podemos hacer? En primer lugar examinarnos a nosotros mismos si participamos de alguna forma en este odio y apresurarnos a arrancarlo de nuestro corazón, de nuestra conducta. Si caemos en la cuenta de que el odio puede anidar en nosotros recordemos el evangelio que nos dice que estamos obligados a amar a nuestros enemigos y rezar por ellos, pues si amamos solo a quienes nos aman, a los nuestros, ¿qué merito tenéis? Eso lo hace cualquiera.

Ser cristiano es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Son cosas sabidas pero que es bueno recordar cada día. Jesús nos dice: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen. Al que te pegue en una mejilla preséntale la otra, al que te quite la capa no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman ¿qué mérito tenéis? Si hacéis el bien solo a quienes os hacen bien ¿qué mérito tenéis? Sed misericordiosos como Dios es misericordioso, no juzguéis, y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad, y seréis perdonados, dad y se os dará, con la medida que midiereis se os medirá a vosotros (Lucas 6,27-38)

Los problemas, las enemistades, los rencores, los odios, hay que atajarlos y para ello estamos los que nos decimos cristianos, los que juzgamos los hechos de vida desde la mirada de Jesús de Nazaret. Hay que decidirse y optar por el amor o por el odio, por la convivencia pacífica o el caos.

Salir a la calle a vociferar y alzar el puño contra el contario no nos llevará al entendimiento ni a la fraternidad. Ya hay demasiadas manifestaciones de odio y pocas de amor.

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