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El entusiasmo por mantenerse vivo

Haciendo mundo, somos personas de vida
Víctor Corcoba
jueves, 6 de septiembre de 2018, 06:40 h (CET)

Me gustan las gentes activas que no descansan, que luchan por construir una sociedad más justa y solidaria, que cultivan el espíritu de sacrificio y el don de superarse, al tiempo que fomentan el diálogo y la acogida. No hay otra salida, que valorarnos para poder seguir adelante, esperanzándonos por ese horizonte de luz que todos ansiamos abrazar, sin dejarnos abatir por las cruces que nos ponemos unos a otros. Quizás toda la vida sea sueño, como dijo el inolvidable dramaturgo y poeta Calderón de la Barca, pero es lo que hace que nuestra existencia crezca interiormente y no sea puro aburrimiento, porque deja de ser una carga al fundirse armónicamente con los invisibles abecedarios de la emoción. Precisamente, cuando nuestros anhelos se hacen realidad, es cuando mejor comprendemos la riqueza de nuestros latidos y el pulso de nuestros avatares. Por eso, es importante desvivirse por saber vivir seriamente por dentro, por acertar a compartir lo vivido, por hacer del camino un poema de paz.


En efecto, uno existe por y para los demás, y debe conocerse para dar el primer paso hacia la libertad, lo que exige que la persona disponga de criterio responsable, y de este modo pueda encontrar un medio de vida decente para poder desarrollarse con dignidad. Naturalmente, la capacidad de cada uno de nosotros de convertirnos en actores de nuestro propio destino pasa por ser agentes de labor. Nadie puede vivir por otro. De ahí, lo fundamental que es combatir la exclusión y la espiral de la desigualdad social y de género que hoy reina en el planeta. Estamos llamados, por tanto, a llevar a buen término otra vida más auténtica, a salir de nuestro espíritu de confort, y a reconocer el valor que tiene la generosidad en sí misma. A toda esta atmósfera de crueldades vertidas por nosotros mismos se ha de responder con una visión de la vida y de la sociedad, muy diferente a la actual. Para empezar, hemos de ser más corazón que coraza, más esencia que mundanidad, más nosotros que yo, pues la cuestión no es pasar por este mundo, sino aprender a cohabitar sin marchitar los versos que anidan en todas las almas.


Ciertamente, parece que nuestra vida se alarga cuando podemos ponerla en la memoria de nuestros análogos, máxime cuando practicamos el corazón, también acrecentamos el ánimo por vivir, y por ende, podemos llegar a paladear el inolvidable reencuentro con la mística Teresiana, de aquel inolvidable “vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”. Hoy más que nunca tenemos necesidad de despertar, de salir de la oscuridad, para emprender la senda del amor luminoso que venza este orbe tenebroso, que a veces nos deja sin nervio para luchar y poder cambiar de ruta a tiempo. Sin duda, es en comunidad como mejor se avanza, acogiéndose mutuamente, respetándose siempre para que se produzca (y reproduzca) esa unión recíproca, a la luz de todo lo que desprende armonía.


Convencido de que la mejor vida es la del verso, esto me injerta fortaleza, hasta volverme un explorador de firmamentos. Sin duda, el mejor poema es la brisa del alma, aquella que todo lo purifica y embellece, tras salir de uno mismo para entregarse al prójimo hasta volverlo próximo a nosotros, después de verse en esa poesía viviente del encuentro, y luego de mirarse socorriendo sin pedir nada a cambio. En consecuencia, son estas pasiones las que nos hacen revivir y sobrevivir, las que nos alientan como don Quijote a ser poetas en guardia, aún en plena tempestad como el momento presente, en el que aumentan las víctimas por doquier lugar como resultado de la represión, de la violencia, del accionar de tantos grupos armados sanguinarios, y de los mil atropellos a los derechos humanos. Ojalá nos entendamos más pronto que tarde y veamos la manera de abrazarnos junto a la verdad del ser y del estar. Es cuestión de que aprendamos a sentir con las gafas correctas. Y, en todo caso; hemos de pensar que haciendo mundo, somos personas de vida. Desgastémonos con esa savia penetrante, al menos para merecernos haber vivido. A propósito, les confieso, que mi punto cardinal es el verso y la palabra en naciente continuo. Lo digo por si quieren citarse conmigo, junto a soledad que nunca me abandona, y disfrutar del poético recitar incorpóreo.

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Atravesamos tiempos extraños. El progreso tecnológico avanza a un ritmo vertiginoso, pero el alma del mundo parece agotada. Se habla de inteligencia artificial, de exploración espacial, de nuevas formas de energía, pero cada día mueren miles de personas por causas evitables, y la Tierra, nuestro único hogar, está al borde del colapso. En medio de esta contradicción brutal, muchos nos hacemos la misma pregunta, ¿qué futuro les dejamos a nuestros hijos?

A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.

Tenemos que hablar. Cuando uno crece en familia, la charla sobre sexo es uno de esos rituales de paso por el que se ha de transitar, primero como hijos y, después, cuando se madura y se avanza hacia el otro lado del espejo, como padres, actualizando la fórmula y haciéndola más llevadera. Siempre es un momento incómodo, pero esencial para mostrar la realidad a la que se enfrentan durante la adolescencia y, en consecuencia, el resto de su vida.

 
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