A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.
Por entonces, a los niños se nos regañaba firmemente cada vez que proferíamos un epíteto insultante, aprendido a través de las ventanas posteriores de mi domicilio. Se nos decía que nos iban a lavar la boca con jabón o que decir palabrotas “era pecado”. Creo que en mi casa es muy difícil escuchar palabras malsonantes e insultos inadecuados.
Creo que esta sana costumbre la van a perder mis descendientes. A ellos los educan la televisión y los políticos. El lenguaje desvergonzado se mueve con soltura en la boca de los locutores-presentadores-tertulianos. Se habla del fornicio con descaro y detalle: Cuando, cuanto, como y donde. Sin cortarse un pelo; con todas sus palabras tomadas del lenguaje que antes decíamos “de carretero”.
Lo del Congreso es peor. Los “padres” y las “madres” de la patria se enzarzan en batallas de insultos, que harían enrojecer a las izas, rabizas y meretrices protagonistas de los libros de Cela. No se paran en mientes. Menos mal que no tienen guijarros a mano. A veces me hacen recordar las “pedreas” con las que dilucidábamos las rencillas los chavales de mi barrio.
¡Menudo ejemplo! No es necesario que recurran a los insultos manchegos de José Mota: “tontopasiempre”, “bigotezorra”, cipayo, etc. Simplemente que se escuchen a sí mismos. Que se les caiga la cara de vergüenza. Y que razonen. No despotriquen.
Cuando yo sea mayor no quiero ser político. Me falta capacidad para insultar.
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