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De considerarnos autosuficientes a no ser nada

El amor acorta distancias, nos iguala; y, hasta no quiere ser poseído, sino donado
Víctor Corcoba
lunes, 3 de septiembre de 2018, 06:33 h (CET)

Se necesitan vidas dispuestas a batallar con tesón, pues son tantas las crisis humanitarias que nos acorralan, que cada día es más complicado subsistir. No podemos generar sociedades inclusivas, mientras no aliviemos la carga existencial de muchos de nuestros análogos, que viven permanentemente en la exclusión. Aún no hemos aprendido la lección de que el amor acorta distancias, nos iguala; y, hasta no quiere ser poseído, sino donado. Por tanto, deberíamos concienciarnos sobre los derechos de los marginados y desfavorecidos más allá de una mera beneficencia. Dejemos de dar migajas y pongamos nuestro corazón junto al suyo. Son gentes que hemos de ayudar a levantarse a través de la acción comunitaria, impulsando de este modo labores que nos hermanen, haciéndonos ver que tan importante como el capital social es el capital del entusiasmo humano, dispuesto a ejercer su responsabilidad de apoyo y auxilio. No olvidemos que el futuro es nuestro, pero también es de toda la humanidad, de ahí la necesidad de reorientarnos para lograr una mayor equidad y resolver las necesidades de los más indecentes, lo que exige un esfuerzo colectivo y un cambio de talante, para alcanzar el verdadero potencial humanístico, que será el que nos fraternice.


En consecuencia, modifiquemos actitudes, mundialicémonos en abecedarios que nos armonicen, construyamos un mundo con horizontes de verso, donde la libertad moral nos gobierne a cada cual consigo mismo, y podamos expresar nuestros pensamientos sin correr peligro alguno. No discriminemos. Ya está bien de privilegios para algunos. Despojémonos de ellos. No es justo, por ejemplo, que los afrodescendientes en América Latina continúen teniendo más probabilidades de vivir en pobreza crónica que los blancos o mestizos. Tampoco es ético que aún no seamos capaces de crear oportunidades para que todos los humanos puedan dignificarse y desarrollar sus capacidades. Las brechas entre humanos tienen bien poco sentido. Por otra parte, el uso indiscriminado de la fuerza representa, además de una violación del derecho internacional humanitario y de la legislación internacional de derechos humanos, un retroceso a nuestro propio raciocinio. Las contiendas no son más que estupideces destructivas que nos aborregan. Ojalá surgiera con desvelo ese aire conciliador que a todos nos reconciliara consigo mismo. Esto sí que sería un verdadero progreso humanístico. Todo lo contrario a lo que se vive a nivel de gobernanza global, pues cada vez somos más conscientes de que existe una creciente fragmentación entre los Estados y las instituciones, en parte a ese endiosamiento mundano, que no acierta a servir, quizás por esa falta de generosidad hacia el semejante.


Esta división suele surgir por esa falta de honestidad y de consideración hacia los más débiles. Ya en su tiempo el inolvidable Nelsón Mandela, nos remitía a erradicar la pobreza con actos de justicia. Desde luego, hay que clarificar las relaciones y, por ello, es vital salir al encuentro con lo equitativo, para avivar vínculos que nos reorienten hacia valores de profunda solidaridad, que tiendan al bien de todos y de cada uno, sirvan de consuelo a los afligidos, al tiempo que de amparo a esos caminantes atrapados por los combates. Hemos de reconocer que aún no hemos sabido coaligarnos, ya no solo para custodiar la creación con responsabilidad, sino también para renacer hacia un espíritu más cooperante, comprometido socialmente, cuando menos para garantizar un futuro de ocupación digno que ofrezca oportunidades de trabajo decente y sostenible para todos.


En 2019, precisamente la OIT celebrará su centésimo aniversario, después de una guerra destructiva, basada en una visión según la cual una paz duradera y universal sólo puede ser alcanzada cuando está fundamentada en el trato respetuoso de los trabajadores. Sin duda, va a ser una oportunidad para reflexionar conjuntamente sobre los cien años de protección social y sobre cómo acelerar el logro de una cobertura universal en el futuro. Al fin y al cabo, de nada nos sirve el endiosamiento a la hora de considerarnos autosuficientes, puesto que a la hora de movernos también todos somos dependientes del mismo aire. Ciertamente urgen proyectos compartidos y gestos concretos, encaminados a hacer familia, puesto que es inaceptable cualquier privatización de la casa común, como puede ser el bien natural del agua, a la cual todos hemos de tener acceso a ella, como elemento vital y principio de las cosas. Con razón, siempre se ha dicho: Que a un ser humano sólo le puede salvar otro ser humano.

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A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.

Tenemos que hablar. Cuando uno crece en familia, la charla sobre sexo es uno de esos rituales de paso por el que se ha de transitar, primero como hijos y, después, cuando se madura y se avanza hacia el otro lado del espejo, como padres, actualizando la fórmula y haciéndola más llevadera. Siempre es un momento incómodo, pero esencial para mostrar la realidad a la que se enfrentan durante la adolescencia y, en consecuencia, el resto de su vida.

 
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