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Guadalupe siempre hundía sus pensamientos en lo que se aproximaba a un final feliz. Lo raro era que constantemente continuaba soñando con ese final feliz, no abandonaba sus momentos de reposo. Era el trajín de las coincidencias. Habían pausas, interrogaciones y un divagar vertiginoso en sus pensamientos acerca del jardín errante de los cielos cómplices de la cristalización y aparición entre aquí y allá.
Leonel despertóse bajo el zumbido del tiempo con una mirada perdida en la distancia, un coro de pájaros que saludaban la mañana y las lenguas del Padre Sol eran refulgente, desafiaban las súplicas de ese nuevo día. Leonel e Iván todos los días caminaban por las calles cuando se dirigían a sus trabajos, las noches la retenían y hacían su propia tertulia sin alejarse de la realidad que les circundaban.
Cada vez que salgo a la vereda, se me aparece el “Ja”. En mi barrio le dicen así, abrevian “Javier”, es un nombre cheto, les da vergüenza nombrarlo entero. Yo lo llamo “el Lungo” porque mide como dos metros. Tiene los ojos retorcidos, el derecho más que el izquierdo. La ventaja es que elige a quién mirar. No como yo, que los veo a todos desde abajo, girando sobre ruedas.
La noche acariciaba suavemente los rostros de las personas que merodeaban por los alrededores del parque. Estaban sentados frente al quiosco, donde se posa en la cúspide estatua de una mujer desnuda, que señala con dedo índice hacia el universo, parte suroeste. Variedad de luces, de diversos colores, rodeaban el quiosco, la pileta del mismo absorbía la luminosidad de la luna, que la hacía más bella y refulgente.
La vida nos otorga multiplicidad de insumos, muchos de ellos caen a los pies, como que fuese una bola de acero. Así lo sintió al abrir la puerta de su sala, aunque a simple vista no había motivo para ninguna desazón. Era un misterio raro, todo permanecía tal como se había dejado.
Esto permite sopesar, pensar en las ciudades como un puñado de calles, hoteles, moteles, bares, restaurantes, cantinas, edificios de todo estilo, lo cual es más que importante pensarlo como el lugar que habitamos, trabajamos o vivimos y convivimos, como una manifestación viva de nuestra propia cultura.
Dentro de los pedidos, encomiendas que en ciertas ocasiones me expresó en vida mi gran amigo Ruy Téllez Solís, imaginariamente hacíamos un recorrido cultural por varias partes del mundo y eran tan maravillosos esos viajes que desbordaba los límites de la imaginación. Entonces, ahí nos decíamos sentados en una banca de concreto ubicada en la calle del calvario, en el parque central, en mi casa, lo interminable de las culturas del mundo.
Es domingo por la mañana y el frío no cede ni un ápice en la temporada invernal. La posibilidad de dejar las sábanas para empezar un nuevo día con optimismo se ve tan lejana como si se tratara de viajar a la luna, pero ya son las nueve y de un momento a otro Inés pasará por él para ir a desayunar.
En los vericuetos de su mente, Maritza se encontraba degustando un té, y de pronto, como una culebrita, sonrió y estiró la mano para recoger algo que estaba en el piso, era una cartera masculina y se la entregó a su dueño.
Ensimismado, como quien busca hallar algo que los demás no ven, rompió en dos, en tres, en miles —si es que pudiéramos ver cómo los pensamientos abren brechas donde no las hay— la bruma que cubría la plaza universitaria. Aquel conjunto de lajas, lustradas por las interminables protestas, pertenece a un mundo que no necesita cambiar si fue hecho para servir de jaula.
Contar la historia del fin del mundo, el tiempo se asustó. Fintas graduales omiten lo cierto, cosa extraña. Ulteriores instantes en inescrutable “inocencia” de la infamia del tiempo, es la última noticia. -¡Allá su conciencia! -exclamó don Ricardo. Hasta más tarde escribiré lo que hace falta, para que añadan más errores de los que corrigen.
El crepitar de las hojas secas bajo sus pies acompañaba el jadeo de Xóchitl mientras se deslizaba entre los arbustos que bordeaban el río. Huía, aunque no sabía bien de qué. Quizá de los recuerdos, quizá de las sombras que habían convertido a su barrio en una trampa mortal.
Pobre era al pueblo, pobres las míseras casas de sus pobres habitantes, pobre la familia de Juanito. Bueno, decir familia posiblemente sea mucho decir, porque este niño vivía solo con su madre en una mísera covacha en el ejido del pueblo, no muy habitable dadas sus condiciones malsanas.
La ciudad parecía un enigma deslumbrante. Bajo un cielo perpetuamente iluminado por las pantallas, las máquinas habían alcanzado un dominio que transformó lo cotidiano en una secuencia calculada. Los humanos, en su adaptación, habían olvidado el arte de cuestionar.
Ese día, el doctor Odrayab antes que llegaran sus invitados, rememoraba: el asiento continuaba vacío, y al llegar el tren que llegaba del norte, compartirlo o no, prefiero la soledad por la comodidad que representa, aunque siempre una hermosa mujer con quien pueda establecer una conversación estimulándome de futuro, esto nunca me ocurrió en más de diez años de viajar todos los días.
En una habitación inundada por el aroma de café recién hecho, Javier, un poeta de mediana edad con ojos hundidos y cabellos encanecidos, observaba los montones de papeles desperdigados sobre su escritorio. Había recibido el diagnóstico apenas unas semanas atrás: cáncer terminal.
El sol descendía sobre el caserío como un manto de cobre. Entre las casas de adobe, María moldeaba una olla de barro con la paciencia que sólo se adquiere escuchando historias antiguas y sintiendo el pulso de la tierra. Su abuela le había enseñado que el barro, el fuego y las estrellas eran más que materia; eran la memoria de un pueblo que resistía, que soñaba.
La imaginación es tan extraordinaria como la realidad, aunque a posteriori te diré por qué. La abuela con rostro inexpresivo, y con respuesta corta en su interior, a su nieto Matías, bajo una incertidumbre sin precedentes le exteriorizaba: ya vine de la iglesia, no me confesé, vengo llena de miseria.
Todo comenzó con un destello de luces verdes y azules en las pantallas de la ciudad. Una lluvia intermitente de datos digitales caía sobre las calles como un rocío invisible, mientras los habitantes miraban sus dispositivos con una mezcla de fascinación y temor.
La noche caía como un manto de seda negra sobre el horizonte, mientras Lucía caminaba por las calles de un pueblo olvidado por el tiempo. La última luz del sol dibujaba sombras alargadas que parecían extenderse para abrazarla. Había llegado allí en busca de respuestas, de algo que diera sentido a las grietas que sentía en su interior.
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