Cada vez que salgo a la vereda, se me aparece el “Ja”. En mi barrio le dicen así, abrevian “Javier”, es un nombre cheto, les da vergüenza nombrarlo entero. Yo lo llamo “el Lungo” porque mide como dos metros. Tiene los ojos retorcidos, el derecho más que el izquierdo. La ventaja es que elige a quién mirar. No como yo, que los veo a todos desde abajo, girando sobre ruedas. Quedarme mucho en casa me hace mal, mis viejos molestan: que si me voy a bañar, así controlan el termotanque y qué quiero para el morfi, si los ravioles recalentados del domingo o un bife angosto y chueco con lechuga. Lo mejor es para mí: tienen culpa de que nací maltrecha. Mi vieja me tiene podrida con lo de mi pelo. Según ella, como es largo y lustroso, debería animarme a conquistar a un novio. La tiene con el Lungo, y está loca, él no me da bola. Demasiado que empuja mi silla cuando me ve cansada de darle y darle para avanzar esquivando los baches y el barro después de esas tormentas que casi se llevan puesta a nuestra casa más de una vez. Ja, para los pibes del barrio y el Lungo para mí y mis viejos, él y yo somos solo buenos vecinos. Nos bancamos como se puede las balaceras en el barrio, los robos, etcétera. Las banditas te quieren o te revientan. La mayoría me respeta, será que le da miedo verme bailoteando en silla de ruedas (porque eso hago cuando me traslado al almacén o hasta el centro). Dale, viejo, no soy una nena, me sé cuidar, le contesto cuando empieza con lo de los violadores y lo de la seguridad, el género y tal. Qué se van a ocupar de mí esos desgraciados. Yo tendré linda cara y buen pelo, pero para bajarme la bombacha tendrían que hacer tanta maniobra que se rajarían al primer intento. No me dan miedo, esos. Al contrario, si fueran valientes, me pondría cargosa, sería una Marylin Monroe sin piernas…
Pero me siento sola en este mundo de mierda. Por esto, cada tanto me voy hasta la avenida, no queda tan lejos. Bordeada de pasto seco dicen que, adelante, termina en una autopista que llega hasta la Capital. Pasan colectivos repletos de gente que va y viene con bolsas, paquetes… todos cuidan la billetera para que no se la afanen. Algunos, incluido los choferes, me dan asco. Otros, pena. Como un mendigo que ronca en la esquina de mi casa, sin piernas. Casi siempre borracho. Debe de ser que le amputaron las piernas por la diabetes, que la mujer y los hijos lo abandonaron a su suerte. De vez en cuando le dejo sobras, un poco de pan. Los que me dan lástima a más no poder son esos que aman al Pastor, sus sonrisas de buenazos de utilería en la iglesia, uf. Encima se ponen colorados cuando paso cerca, hasta ofrecen ayudarme. No, gracias, me arreglo sola, les digo. Los de enfrente de casa siempre están muy nerviosos cuando van a laburar, me hacen reír, rezan y se quejan, se quejan y rezan. La mayoría en el barrio, salvo yo y el mendigo, es así, dale que va con la mala cara (y sus rezos). Y hay dos perros flacos y un gato pulguiento, sin dueño. Me gustaría ser perro. Y los vecinos tienen changas o los pocos planes del gobierno que quedaron, nos están quitando todo. Ellos se juntan, se llenaron de hijos, todos felices, siempre festejan. No sé qué, la verdad. La vida no son solo los padres, los tengo solo a ellos, aunque la familia no basta. De chica me paseaban por cientos de hospitales, cómo lloraba la vieja de verme con la pierna floja y cuando crecí fue peor. Ni llevo la cuenta de los médicos de delantal y ojos pedorros que me revisaban y de paso, si mi vieja no estaba cerca o sí, pero entregada a su mundo, me tocaban. Nunca dije nada, me daban vergüenza y asco: quién le iba a creer a una paralítica en consultorios. Mucho título y palabra difícil para diagnosticar, a mí no me excitaban, pero el Lungo sí. Se asoma en la avenida, y 220 voltios se me encienden, no me reconozco. En la tele muestran las salvajadas que les hacen a las minas, que aparecen autos robados o que hay marchas por esposas e hijos golpeados. ¿Y a mí, qué? Ningún periodista se interesa demasiado en mí. Mi drama son mis piernas, un lastre. Que tengo viejos que están pendientes de mi existencia, puede ser. ¿Y? Entre meter la nariz en el fango y en la rutina o alzarla hacia la luna, prefiero la luna. El Lungo es el Lungo, me ayuda, sonríe. Los dientes le brillan como el sol. Un ángel. Si supiera cómo me dan los calores cuando empuja mi silla... Tocame, le diría.
El mundo sobre ruedas no es el mismo al de los que se desplazan fácil. Por empezar, un cuerpo ágil y dos piernas que se mueven por sí mismas colaboran a que vivas más tranquila. Yo les metería una bomba en el cerebro a esos ingratos a los que les llueve la suerte. A ver si se avivan de lo que es depender de esta silla y maniobrar en la acera o al cruzar como si tu silla se tratara de un caballo desbocado. A mí el Lungo no me dará pelota pero es mi rey, y me conformo midiendo a todos desde abajo. A la final, parece que tener piernas sanas es al reverendo pedo, según veo. Será jodido mi viejo pero es mi viejo, y siempre dice de que nadie tiene lo que merece. Y menos yo, pienso, con lo que me dejó la puerca lotería en esto de vivir. Por eso, esta mañana me voy a tirar a la pileta: Lungo, querés hacerme el amor, lo voy a encarar. Mi vieja me enseñó que se dice “la porquería”, pero en la tele veo a dos que se besan y se me frunce todo: eso no puede ser chancho. Así que lo ataco al Lungo y listo. A ver qué dice, qué caras pone, qué hace. Y pienso que seré durante un rato como las chicas de la bailanta. Voy a arder con salsa y cumbia y hasta sin música. Me voy a bajar al Lungo esta noche. En casa o en la vereda, donde lo agarre. Y no sé por qué, serán mis piernas, mi vida en ruedas, pero ahora de solo imaginármelo al Lungo conmigo (¿o sin mí?…) lloro y lloro. Lloro tanto... --------------------
Relato breve de “Maldades”, Vinciguerra ediciones. Buenos Aires: 2021
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