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Marcos Méndez Sanguos

'In my country', de John Boorman

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El irregular y a ratos interesante John Boorman (“Excalibur”, “El General”) se marcha a Sudáfrica para rodar “In my country”, (tele)film sobre los juicios de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación contra los afrikaners acusados de violar los derechos humanos en el Apartheid. Samuel L. Jackson, periodista del Washington Post, y Juliette Binoche, poetisa en labores radiofónicas, sirven al cineasta británico para focalizar el punto de vista de la narración hacia una perspectiva a la vez externa e interna, ajena a las circunstancias sólo de manera aparente y por ende alejada también del maniqueísmo habitual en este tipo de propuestas.

El desarrollo de “In my country” se bifurca rápidamente en dos caminos complementarios, uno marcado por las declaraciones de víctimas y verdugos ante la Comisión y que Boorman salva con cierta solvencia (los aterradores relatos de unos y otros aumentan en intensidad y crueldad según vayan juzgándose mutuamente) y otro discurriendo en la relación Langston – Anna: el primero compara al Apartheid con el Holocausto nazi y utiliza como diana a todos los blancos sudafricanos, mientras que Anna Malan, de familia afrikaner, no puede más que echarse a llorar cuando se entera de las cruentas torturas que llevaba a cabo su propio hermano. Ella sabía que algo pasaba, pero su imaginación jamás podría imaginar las monstruosas vejaciones que ahora salen a la luz.

Metido en el infierno de un pasado demasiado reciente Boorman no logra transmitir el desgarro popular palpable en el contenido de cada una de las terribles historias, y los periodistas que protagonizan el film sienten con una fuerza mucho mayor que el espectador. Así son las cosas que este desequilibrio concluye con el asesinato de uno de los personajes, y nosotros ni nos inmutamos.

Además, la concesión romántica de amor interracial tampoco funciona como debiera, y muchas secuencias preparadas como transición hacia el juicio resultan lentas, largas y tediosas, construidas sobre un humor pasado de moda y una carga importante de tópicos. Todo es tan aterrador que se termina confundiendo con un telediario o una película de sobremesa; la profundidad que esperábamos se torna en un guión de superficie. Un barrido sobre el horror sin drama alguno.

'In my country', de John Boorman

Marcos Méndez Sanguos
Marcos Méndez
jueves, 30 de junio de 2005, 23:37 h (CET)
El irregular y a ratos interesante John Boorman (“Excalibur”, “El General”) se marcha a Sudáfrica para rodar “In my country”, (tele)film sobre los juicios de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación contra los afrikaners acusados de violar los derechos humanos en el Apartheid. Samuel L. Jackson, periodista del Washington Post, y Juliette Binoche, poetisa en labores radiofónicas, sirven al cineasta británico para focalizar el punto de vista de la narración hacia una perspectiva a la vez externa e interna, ajena a las circunstancias sólo de manera aparente y por ende alejada también del maniqueísmo habitual en este tipo de propuestas.

El desarrollo de “In my country” se bifurca rápidamente en dos caminos complementarios, uno marcado por las declaraciones de víctimas y verdugos ante la Comisión y que Boorman salva con cierta solvencia (los aterradores relatos de unos y otros aumentan en intensidad y crueldad según vayan juzgándose mutuamente) y otro discurriendo en la relación Langston – Anna: el primero compara al Apartheid con el Holocausto nazi y utiliza como diana a todos los blancos sudafricanos, mientras que Anna Malan, de familia afrikaner, no puede más que echarse a llorar cuando se entera de las cruentas torturas que llevaba a cabo su propio hermano. Ella sabía que algo pasaba, pero su imaginación jamás podría imaginar las monstruosas vejaciones que ahora salen a la luz.

Metido en el infierno de un pasado demasiado reciente Boorman no logra transmitir el desgarro popular palpable en el contenido de cada una de las terribles historias, y los periodistas que protagonizan el film sienten con una fuerza mucho mayor que el espectador. Así son las cosas que este desequilibrio concluye con el asesinato de uno de los personajes, y nosotros ni nos inmutamos.

Además, la concesión romántica de amor interracial tampoco funciona como debiera, y muchas secuencias preparadas como transición hacia el juicio resultan lentas, largas y tediosas, construidas sobre un humor pasado de moda y una carga importante de tópicos. Todo es tan aterrador que se termina confundiendo con un telediario o una película de sobremesa; la profundidad que esperábamos se torna en un guión de superficie. Un barrido sobre el horror sin drama alguno.

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