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Se llama Fernando Torres, es de Fuenlabrada y tiene 26 años.

Un jugador diferente, un profesional distinto

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Por muchos es querido. Por muchos más, odiado. Algunos le veneran. Otros sueñan con no volver a verle jamás con una camiseta de ese deporte que vuelve loco a la multitud.

Álvaro Calleja / SIGLO XXI
Nació para convertirse en leyenda del Atlético de Madrid, de ‘su’ Atleti, ese equipo especial que atrapó su corazón, y para pasar a los anales de la historia de la selección de su país en una ciudad muy lejana, en Viena, allá por Austria.

Existen personas, como dice Óscar Pereiro de sí mismo, que nacen con una estrella sobre su cabeza, con algo especial que les hace llegar a donde todos quieren llegar, que les convierte en deportistas, en este caso, que alcanzan un lugar de privilegio desde el que son testigos de lujo de cómo miles y miles de personas les siguen paso a paso, les cantan, les quieren, les adoran, les odian, les gritan, les insultan. Bastantes no aguantan en ese altar, pero otros, como ocurre con ese chico que lleva el número ‘9’ sobre su espalda, tienen una virtud en su mente, en su cabeza, que les hace mantener los mismos valores sea cual sea su grado de fama, su nivel de importancia.

Fernando Torres es de esa especie. Tiene algo que le hace diferente al resto. Ese algo que une a miles de hinchas, a miles de aficionados, a miles de niños, adolescentes, jóvenes, a miles de adultos, de mayores. Todos tienen en común la debilidad por ‘El Niño’, la de verle como a uno de los tuyos, como a uno de tu familia, cuando él ni siquiera te conoce, ni siquera sabe tu nombre. Esa debilidad que te hace no poder ser objetivo con él, como no lo eres con tus seres queridos, como tampoco lo eres con tus amigos.

Cuando le ves por la pantalla, cuando habla con los periodistas, cuando sonríe a la cámara, a tí te sale la misma sonrisa que cuando ves a alguien al que tienes cariño por la televisión. Sentiste como era diferente al resto de futbolistas, al resto de profesionales, desde el momento que cruzó la gruesa línea que te lleva de ser recogepelotas a debutar con el equipo de tu corazón, ese de las rayas rojas y blancas, del oso y el madroño, ese que tras el escudo guarda alguna de las páginas más bellas de este deporte.

Sabías que tras esa cara pecosa, tras esas crestas, tras esos peinados extravagantes, había un chaval sincero, con las ideas claras, con la humildad por bandera. Había, sobre todo, que es lo más importante, un atlético, uno de esos que lleva el rojo y blanco más allá del fútbol. Forman parte de su vida. Él lo ha hecho saber una y otra vez, en cualquier momento, en cualquier instante. Fernando Torres siempre ha querido dejar claro qué equipo está dentro de su corazón, qué colores invaden todo su cuerpo.

Él se fue al Liverpool y todos nos hicimos del Liverpool. Se fue al Chelsea y todos nos cambiamos al Chelsea. Y él, Fernando Torres, no se cansó nunca de repetir que sus sentimientos, que el club de su vida, estaba en Madrid. Lo hizo en dos de los momentos más importantes de su carrera. En la celebración de la Eurocopa, con aquella bandera que obligó a todo atlético a esbozar una sonrisa. En la celebración del Mundial, con aquellas bufandas que acercaron más que nunca el escudo del Atleti a la Copa del Mundo, al trofeo más valioso del planeta.

“Amo al Atlético”, dijo hace unos días en la web oficial de su nuevo equipo, del Chelsea. Llegó a una nueva casa y prontó dejó claro que en el fútbol ya estaba casado. Que su amor por el Atleti no había desaparecido. Que es rojiblanco. Que es colchonero. Que cuando vuelva a pisar el Calderón, no tendrá más remedio que soportar ese hormigueo en el estomago que entra sólo a los que de verdad sienten ese equipo. Y yo, que soy del Atleti, que siento lo mismo, estoy orgulloso, muy orgulloso, de que a mi equipo le relacionen con personas como él, como Kiko Nárvaez, como Luis Aragonés, como José Antonio Martín Petón. Gente de fútbol. Gente, sobre todo, humilde, alejados de la prepotencia que corroe a otros barrios.

Un jugador diferente, un profesional distinto

Se llama Fernando Torres, es de Fuenlabrada y tiene 26 años.
Redacción
miércoles, 9 de febrero de 2011, 07:41 h (CET)


Por muchos es querido. Por muchos más, odiado. Algunos le veneran. Otros sueñan con no volver a verle jamás con una camiseta de ese deporte que vuelve loco a la multitud.

Álvaro Calleja / SIGLO XXI
Nació para convertirse en leyenda del Atlético de Madrid, de ‘su’ Atleti, ese equipo especial que atrapó su corazón, y para pasar a los anales de la historia de la selección de su país en una ciudad muy lejana, en Viena, allá por Austria.

Existen personas, como dice Óscar Pereiro de sí mismo, que nacen con una estrella sobre su cabeza, con algo especial que les hace llegar a donde todos quieren llegar, que les convierte en deportistas, en este caso, que alcanzan un lugar de privilegio desde el que son testigos de lujo de cómo miles y miles de personas les siguen paso a paso, les cantan, les quieren, les adoran, les odian, les gritan, les insultan. Bastantes no aguantan en ese altar, pero otros, como ocurre con ese chico que lleva el número ‘9’ sobre su espalda, tienen una virtud en su mente, en su cabeza, que les hace mantener los mismos valores sea cual sea su grado de fama, su nivel de importancia.

Fernando Torres es de esa especie. Tiene algo que le hace diferente al resto. Ese algo que une a miles de hinchas, a miles de aficionados, a miles de niños, adolescentes, jóvenes, a miles de adultos, de mayores. Todos tienen en común la debilidad por ‘El Niño’, la de verle como a uno de los tuyos, como a uno de tu familia, cuando él ni siquiera te conoce, ni siquera sabe tu nombre. Esa debilidad que te hace no poder ser objetivo con él, como no lo eres con tus seres queridos, como tampoco lo eres con tus amigos.

Cuando le ves por la pantalla, cuando habla con los periodistas, cuando sonríe a la cámara, a tí te sale la misma sonrisa que cuando ves a alguien al que tienes cariño por la televisión. Sentiste como era diferente al resto de futbolistas, al resto de profesionales, desde el momento que cruzó la gruesa línea que te lleva de ser recogepelotas a debutar con el equipo de tu corazón, ese de las rayas rojas y blancas, del oso y el madroño, ese que tras el escudo guarda alguna de las páginas más bellas de este deporte.

Sabías que tras esa cara pecosa, tras esas crestas, tras esos peinados extravagantes, había un chaval sincero, con las ideas claras, con la humildad por bandera. Había, sobre todo, que es lo más importante, un atlético, uno de esos que lleva el rojo y blanco más allá del fútbol. Forman parte de su vida. Él lo ha hecho saber una y otra vez, en cualquier momento, en cualquier instante. Fernando Torres siempre ha querido dejar claro qué equipo está dentro de su corazón, qué colores invaden todo su cuerpo.

Él se fue al Liverpool y todos nos hicimos del Liverpool. Se fue al Chelsea y todos nos cambiamos al Chelsea. Y él, Fernando Torres, no se cansó nunca de repetir que sus sentimientos, que el club de su vida, estaba en Madrid. Lo hizo en dos de los momentos más importantes de su carrera. En la celebración de la Eurocopa, con aquella bandera que obligó a todo atlético a esbozar una sonrisa. En la celebración del Mundial, con aquellas bufandas que acercaron más que nunca el escudo del Atleti a la Copa del Mundo, al trofeo más valioso del planeta.

“Amo al Atlético”, dijo hace unos días en la web oficial de su nuevo equipo, del Chelsea. Llegó a una nueva casa y prontó dejó claro que en el fútbol ya estaba casado. Que su amor por el Atleti no había desaparecido. Que es rojiblanco. Que es colchonero. Que cuando vuelva a pisar el Calderón, no tendrá más remedio que soportar ese hormigueo en el estomago que entra sólo a los que de verdad sienten ese equipo. Y yo, que soy del Atleti, que siento lo mismo, estoy orgulloso, muy orgulloso, de que a mi equipo le relacionen con personas como él, como Kiko Nárvaez, como Luis Aragonés, como José Antonio Martín Petón. Gente de fútbol. Gente, sobre todo, humilde, alejados de la prepotencia que corroe a otros barrios.

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