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Mi vida rutinadia de Saint Perscunsteill... (I)

A vueltas con un inmaculado fantasma
Aurora Peregrina Varela Rodriguez
miércoles, 7 de diciembre de 2016, 00:21 h (CET)
Saint Perscunteill es un sitio especial, allí tengo mi vivienda, mis cosas, ordenador, viejas fotos, recuerdos, obras literarias, mi coche de pocos euros, mi bodega, carpetas llenas de recuerdos, bolígrafos, carboncillos, algunos lienzos por mí pintados, cartucheras, cajas, lápices, televisión, comida, ropa, calcetines nuevos, cintas, libros, sillas y mi hermoso sofá con tela de frutas.

Salí temprano aquella mañana de lunes para hacer la compra en Buncielt. Sacando el coche del garaje vi como un lindo gatito blanco se había quedado encerrado allí. Sin consultar con los vecinos dejé abierta la puerta de salida para que pudiese escapar a la calle. Me dolió pensar que su dueño podría estar buscándolo, pero al no ver ninguna nota decidí darle libertad.

Camino de Buncielt Norte pasé por la avenida Rhoxallía di Brastew, que estaba en obras, con indicaciones de estrechamiento de vías y disminución de velocidad. Señalizaciones que muy pocos conductores respetaban provocando continuos accidentes, aquellos que provocan las muertes de conductores y viandantes, que deshacen sus vidas, que ni el cura les salva ni les perdona, ni les recuerda, ni les añora, ni les reza ni les recomienda a Dios, lo pierden todo, paso a paso, quedn en la sombra y en medio de su fracaso, no cumplir las normas, perder, no reaccionar a tiempo, y el sacerdote que no nos mire mal por encima y nos saque del ir al cielo azullll, que no nos desprecie con sus dotes, su sabiduría, su saber dominar los demonios, los malos que hay en todos, e incluso en ellos.

En Buncielt, luego de aparcar, primero compré patatas y verduras. Luego fui a una frutería y llevé naranjas y manzanas para el zumo del desayuno. Metí todo en el coche, y el buen día me hizo tomar la decisión de dar un paseo por la Alameda y las empedradas calles de la zona vieja de las que los compostelanos se sienten tan orgullosos. Como siempre, compré pan para las palomas y me entretuve viendo como en pocos minutos no dejaban ni una miga.

Cuando regresé a casa, antes de subir, saqué mi querida bicicleta del trastero e hice un poco de ejercicio. Al volver subí la compra y comí algo rápido pues luego fui a la fábrica de chocolate en la que trabajo y en donde, con sorpresa, discutí con un compañero porque me desaparecieran unos bombones que había dejado arriba de la mesa de un despacho en el que le vieran entrar.

Por la noche tardé en dormirme pensando en quien robaría los bombones, lo que haría el día siguiente y si el gatito habría tenido suerte. Es cierto que los chocolates son ricos, llenan el ser de felicidad, sacan depresiones, te despiertan, pero también te engordan, y robar no está bien, hay que pensar si se hace, a quienes, el motivo, y sobretodo, asumir las consecuencias.

Cuando por fin estaba quedándome dormida, el timbre de mi casa volvió a sonar. Me asomé a la ventana a ver quien me jugaba la broma, pero sólo vi a un hombre con una chqueta de cuadros roja y blanca y un sombrero que se alejaba ocultándose el rostro. Por primera vez pensé que esa llamada de medianoche no podía ser de un mortal sino un fantasma que quería distraerme y animarme. Ya la oyera más veces y en las otras ocasiones, la figura del hombre se perdía entre la densa niebla nocturna. Era como una figura llena de magia, nada terrenal, por cierto, una cosa rara, sus formas eran extrañas, se ocultaba y yo también de él, pues no sabía si, como el cura, querría hacerme mal y expulsarme del paraíso terrenal, si me quería convertir en una tonta o ayudarme a vivir y superar los obstáculos, los duelos, las frustracciones y la melancoía por la vida no vivida, esa que no conoce el religioso, esa que no conocen mis paisanos y amigos, esa es.

Continuará...

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