El tenista se toma su tiempo antes de sacar en el juego decisivo. Sabe que va a ganar y eso no le calma. Toda la vida entrenando, luchando por mantenerse en forma, viajando de manera continua por todo el planeta para ser el mejor del circuito, y es ahora cuando ha comprendido que ninguna de esas es la causa de sus éxitos. Le cuesta asimilarlo, pero es que el responsable de todo es su aficionado, el suyo propio, el que vino hace algunos meses para contarle cómo era él quien, con su pasión desde el salón de su casa viendo los partidos, derrotaba a sus rivales. En ese momento no lo creyó, pero ahora nota que está al otro lado de la pantalla del televisor animándolo de manera feroz y concentrada, y que esa, y no otra, será la causa de su victoria. Y es duro aceptarlo, qué demonios, asumir que la energía empleada en mirar una pantalla es más decisiva que la técnica pulida del tenista para ganar un torneo. Así que, en un momento de dignidad, decide no sacar, que le penalicen dos o tres veces y perder, para demostrarle a su aficionado que él, y solo él, sigue rigiendo su vida. Satisfecho por la decisión tomada, deja de botar la pelota mientras cierra los ojos. Y esto le impide ver cómo su rival se acerca, cojeando, al juez de silla para abandonar el partido. Es bueno, sin duda, su aficionado es muy bueno.
Texto publicado en Los pescadores de perlas. Los microrrelatos de Quimera, Montesinos, 2019
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