A las 08.15 horas del 6 de agosto de 1945, hace 80 años, EEUU lanzó sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la primera bomba atómica (tres días después arrojarían una segunda bomba sobre Nagasaki), una de las matanzas humanas más brutales de la historia reciente, y que costó en pocos minutos la vida a más de 200.000 personas entre ambas ciudades, y miles más después como consecuencia de las heridas y los efectos de la radiación. El entonces presidente Truman calificó el hecho de “logro científico”. En el mes de agosto se conmemora el horror de aquellos bombardeos inhumanos, pero al mismo tiempo se extiende el sonido de nuevos conflictos, es decir, un creciente discurso belicista campa por el mundo y renace la amenaza nuclear. Desde entonces, se han fabricado decenas de miles de cabezas nucleares, de las cuales se calcula, según he leído, que más de 12.000 están activas, en manos de nueve países y presentes en otros seis. Las señales de una peligrosa inestabilidad política, militar y económica se están imponiendo acompañada de la puesta en marcha de una nueva carrera armamentística mundial que entusiasma a las grandes corporaciones de la industria militar y amenaza al conjunto de la humanidad. La inestabilidad es la característica necesaria de la globalización de este siglo XXI. Cuesta creer que seamos capaces de usar de nuevo armamento nuclear, pero tampoco se puede descartar cuando “se escuchan los tambores” del rearme nuclear. Eso ya ocurrió una vez.
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