Dale la vuelta al titular: digo lo que pienso para no pensar lo que digo. ¿Decimos lo mismo en ambas afirmaciones?
La filosofía, y todas las personas filosofamos conscientemente o no, no es más que el asombro ante lo desconocido, hacerse preguntas que quizá no tengan ninguna respuesta verdadera o absoluta. El sentido intrínseco de la vida es vivirla hasta consumir toda la energía propia.
A pesar de lo dicho, aunque pueda parecer absurdo buscar sentido al mero y nudo vivir, el amor al saber, por muy superficial que sea, siempre nos aboca al misterio de preguntarse por todo, por nimio o intrascendente que sea el rompecabezas que hormiguea en nuestra mente.
Pensar y decir, o viceversa, nos trae a colación la problemática de la libertad, ese concepto escurridizo de mil caras o aristas dentadas.
Es imposible aprehender la libertad a palo seco, sustancialmente, sin caer en definiciones incompletas. ¿Hacer lo que quiera en todo momento? Querer implica desear y el deseo de alguna manera limita nuestra libertad: si hacemos lo que deseamos, sin más atributos, somos prisioneros del objeto que deseamos. Por tanto, hacer lo que quiero no es definición plausible.
Si pienso lo que digo reflexiono sobre pos y contras del efecto que causará mi decir. Estamos calculando que repercusiones tendrá mi expresión inminente: será bien recibida, molestará a alguien, perderé amistades... Esto es, valoro los costes de mi decir. Omitir y elaborar en exceso mis decires presupone que edulcoraré mi verdad para ser mejor aceptada, es decir, transformamos la verdad en mentira piadosa.
Si no pienso lo que digo en aras de una sinceridad sin cortapisas los efectos pueden ser similares a los antes reseñados. Mi sinceridad radical puede ser irresponsable. Lo he dicho todo, pero el precio a pagar podría ser muy elevado además de las heridas emocionales que podría causar en las gentes que me escuchan.
Para Sartre todas nuestras decisiones son libres porque siempre estamos obligados a decidir entre al menos dos opciones o alternativas: hacer eso, esto o aquello o dejar de hacerlo. El contexto puede condicionar mi libertad de elección, pero cualquier decisión por activa o pasiva se producirá sí o sí, lo quiera yo o no lo quiera. Obligados a ser libres, curiosa libertad.
El también existencialista Camus planteó el problema de un modo más extremo: el único asunto genuinamente filosófico es el suicidio. Estamos ante la decisión más radical de todas: decidir en completa libertad si seguimos adelante o nos quitamos la vida aquí y ahora. No quiero vivir más: adiós mundo. La solucion de Camus llevada a la práctica es peliaguda, ¿quién es completamente libre para acabar con su propia vida? Al parecer, por instinto, estamos programados para sobrevivir a toda costa, hasta el límite de nuestras fuerzas vitales. ¿Ser libre supone o implica cercenar el impulso inherente al vivir?
Terribles preguntas que más allá de la teoría solo tienen solución en la práctica individual de la vida cotidiana. Los interrogantes filosóficos abren un abanico de posibilidades infinito y cada respuesta no es la verdad absoluta irrefutable, ni siquiera la suma de todas sería la solución definitiva al galimatías de la vida y de la libertad.
Si descendemos de las veleidades filosóficas al espacio práctico de lo posible, Marx puede decirnos muchas cosas de sumo interés. La libertad marxista empieza una vez que tenemos cubiertas las primeras necesidades, la principal dotarnos de alimento para seguir viviendo.
También son necesidades primeras o indispensables una casa, un medio de vida, educación, sanidad y colaborar con nuestro entorno familiar y social. O sea, ser reconocido como persona digna de respeto y consideración por mis iguales en dignidad y respeto.
A partir de esos mínimos marxianos, cubiertas las necesidades esenciales, podemos aspirar a ser libres. ¿Ya podemos hacer lo que nos venga en gana sin pensar en ninguna consecuencias por nuestros actos? Parece que la respuesta no es tan simple.
La libertad real, material o práctica tiene sus límites, condicionantes o determinantes, básicamente cuatro, la verdad, la ética, el compromiso y el interés.
¿Somos libres cuando mentimos a sabiendas de que lo estamos haciendo o la única libertad legítima solo es aquella que busca la verdad?
¿Somos libres cuando seguimos una ética estricta sobre el bien o el mal o nos acomomodamos a una moral o costumbres establecidas?
¿Compromoterse por amor, amistad o afinidad coarta nuestra libertad?
¿Hasta dónde puede llegar mi interés personal sin lesionar los intereses de los demás?
Ser libre es ejercer poder, a veces no exento de violencia verbal o gestual, egoísta o presuntamente solidaria o caritativa.
¿Se puede ser libre habitando una sociedad de relaciones desiguales e injustas?
La tensión latente entre decir lo que pienso y pensar lo que digo es insoslayable en la práctica diaria. Jamás pensamos todo lo que decimos ni decimos todo lo que pensamos. Comunicarlo todo es imposible. No hay lenguaje que pueda expresar el todo contradictorio que llevamos dentro.
Los seres humanos vivimos segregados radicalmente unos de los otros desde el nacimiento. Lo que nos impulsa a estar juntos son las emociones y los sentimientos: amor, odio, asco, miedo, envidia, generosidad... Lo que quiero yo también lo quieres tú: en la libertad de poder reside el poder de la libertad.
Y la libertad es conflicto, diálogo, encuentro y disputa. Por tanto, a vivir que son dos días.
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