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​15 de agosto de 2021: Afganistán en la encrucijada de dos estrategias de EE. UU.

Los talibanes actuaron como un guion diseñado para continuar esa ocupación, sirviendo como fuerza proxy regional y transregional
Abdul Naser Noorzad
sábado, 16 de agosto de 2025, 14:17 h (CET)

El 15 de agosto de 2021, día en que cayó la República afgana y los talibanes tomaron Kabul, no fue simplemente un acontecimiento político interno. Fue un punto de inflexión en la ecuación geopolítica mundial y el momento en que Afganistán pasó de ser un país ocupado a convertirse en un campo de enfrentamiento directo entre las grandes potencias. En este contexto, los talibanes actuaron como un guion diseñado para continuar esa ocupación, sirviendo como fuerza proxy regional y transregional. Contrario a la comprensión convencional, la retirada de Estados Unidos de Afganistán no fue simplemente el resultado de una derrota, sino un componente calculado de dos estrategias clave: Reequilibrio y Desestabilización. Estas estrategias son fruto de la rivalidad geopolítica del siglo XXI entre el bloque oriental—China, Rusia e Irán—y Estados Unidos.


Durante décadas, Washington había concluido que los costos de mantener una presencia militar directa en zonas de crisis, especialmente en Oriente Medio y Afganistán, superaban los beneficios. La estrategia de reequilibrio se basó en reducir despliegues costosos, transferir la responsabilidad de seguridad a socios regionales y fuerzas proxy, y redirigir los recursos liberados a frentes más críticos, especialmente para contener a China en Asia Oriental. Afganistán se convirtió así en un laboratorio estratégico. Washington comprendió que incluso sin miles de soldados en suelo afgano, podía influir en las dinámicas del país mediante herramientas de inteligencia, operaciones con drones y redes de influencia. Por ello, la retirada militar, aunque parecía un retroceso, fue en realidad una maniobra deliberada para trasladar recursos a puntos críticos como el Mar de China Meridional y Taiwán.


La segunda estrategia—desestabilización—buscaba convertir a Afganistán, tras la retirada, en una crisis controlada. El objetivo no era abandonarlo, sino transformarlo en un escenario donde los rivales quedaran atrapados y desgastaran sus recursos. Conscientes de la ubicación geopolítica excepcional y de la fragilidad política del país, los estadounidenses crearon las condiciones para que Afganistán quedara atrapado en conflictos internos y regionales, atrayendo a potencias rivales como Irán, Rusia y China, y manteniendo activo al Estado Islámico como actor destructivo. Esto podría presionar a los talibanes, generar una amenaza común para los países vecinos y preservar un pretexto para intervenciones limitadas y selectivas de EE. UU.


Las consecuencias de la retirada estadounidense se hicieron visibles rápidamente en el equilibrio de poder regional. Pakistán, clave en la victoria talibán, amplió su influencia estratégica en Kabul. China vio la oportunidad de integrar Afganistán a sus rutas de la Franja y la Ruta, mientras que Rusia reforzó su presencia de seguridad en Asia Central. Sin embargo, estos cambios no significaron una derrota total para Estados Unidos; Washington calculó que cuanto más invirtieran las potencias orientales en Afganistán, más quedarían atrapadas en sus problemas crónicos.


Hoy Afganistán es un campo minado geopolítico. El bloque oriental busca construir un orden multipolar para alejarse de la hegemonía estadounidense, mientras Washington utiliza la crisis afgana como herramienta para contenerlo. Pero el coste de estos peligrosos juegos de poder recae en los afganos comunes: civiles, mujeres y niñas privadas de educación, jóvenes forzados al exilio y cuatro años de estancamiento y represión. Los talibanes recurren a la represión estructural y aprovechan cada oportunidad para atacar todos los sectores de la sociedad. En cuatro años, su régimen no ha logrado nada que traiga bienestar al pueblo. Su único motivo de orgullo es la “seguridad”, pero como dice el proverbio: «Cuando el ladrón se convierte en gobernante, no queda nada por robar». Los mismos que antes quebraban la seguridad ahora se presentan como sus garantes. Entre ellos hay suicidas, verdugos, ladrones y autoproclamados legisladores dedicados a la extorsión y el soborno. Su inteligencia, ministerio del interior, ministerio de defensa y milicias operan con leyes autoimpuestas y pretextos fabricados, fomentando la corrupción organizada. En esta situación, no queda ninguna fuerza para alterar la seguridad, excepto los propios talibanes. Bajo esta inseguridad, se ha etiquetado el actual estado represivo como “seguridad nacional”, aunque solo los talibanes tienen la capacidad de cometer atentados suicidas, robar y desestabilizar.


Parece que, tras esta represión estructural y el desorden, las grandes potencias están negociando sus intereses en el escenario afgano. Por eso, el 15 de agosto de 2021 no es solo una fecha en el calendario político afgano; es un símbolo de que, en el orden mundial actual, cambiar de gobierno no significa necesariamente cambiar el juego. El tablero lo diseñan quienes conocen las reglas y controlan las herramientas. Con sus estrategias de reequilibrio y desestabilización, Estados Unidos no abandonó Afganistán para perderlo, sino para convertirlo en un escenario que desgaste a sus rivales. Para la nación afgana, esto es una advertencia grave: sin una estrategia nacional independiente, cualquier cambio político en Kabul solo será un reajuste de piezas en un tablero diseñado por otros.


La pregunta esencial hoy es: en este tablero geopolítico, ¿somos jugadores activos o espectadores silenciosos? El futuro de Afganistán no se decidirá en acuerdos a puerta cerrada, en bases militares extranjeras ni en las promesas de las potencias de Oriente u Occidente, sino en nuestra capacidad de diseñar el juego según nuestros intereses nacionales. Lamentablemente, las políticas divisivas de Karzai, Ghani y los talibanes han profundizado las divisiones étnicas, eliminando las bases de la unidad nacional y del proceso de construcción del Estado. Como resultado, incluso la cohesión nacional parece imposible, a menos que surja una respuesta pública coordinada y organizada contra la situación actual.


Debemos entender que, aunque el 15 de agosto fue el día de la caída de la república, también puede ser el inicio de un despertar geopolítico y nacional: la clave para la supervivencia y la dignidad de Afganistán en el siglo XXI. Quizás este despertar llegue tarde, o quizá incluso sea parte de la política de “divide y vencerás” aplicada por Karzai, Ghani y los talibanes, convirtiendo a nuestro pueblo en un elemento pasivo, sin voz y espectador. Tal trayectoria facilita el éxito de proyectos coloniales, avanzando sin resistencia.

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