Hace veinticinco años, en el corazón de un verano caluroso, Roma fue testigo de una de las mayores concentraciones de jóvenes de la historia. Era el año 2000, el Jubileo del tercer milenio, y más de dos millones de jóvenes respondieron al llamamiento de san Juan Pablo II para celebrar la fe, la vida y el futuro en Cristo. Tor Vergata, cerca de uno de los campus universitarios de Roma, se convirtió en una ciudad efímera de tiendas de campaña, cantos, silencios, confesiones y compromiso. Allí nació una “ola”, una generación que quiso rebelarse no contra normas sin sentido, sino contra la tristeza, la superficialidad y la mentira. Una juventud que gritaba sin complejos que buscaba a Jesús.
Este agosto de 2025, Roma vuelve a acoger un Jubileo de los Jóvenes, y quienes estuvimos entonces no podemos evitar revivir aquella experiencia como si aún ardiera en nuestra memoria. Fue una revolución silenciosa, marcada no por disturbios ni excesos, sino por la alegría profunda, la fraternidad espontánea y un sentido del bien común que parecía milagroso. La policía encontró entonces carteras, cámaras, billetes de avión abandonados en el suelo... pero no se registraron robos. Reinaba un clima de confianza, como en una gran familia donde todo parecía posible, incluso dejar el miedo atrás.
Aquel encuentro no fue el final de nada, sino el principio de muchos caminos. Algunos sintieron allí la llamada a una vocación concreta, otros simplemente confirmaron que no estaban solos en su fe. Lo que allí se vivió fue una escuela de esperanza, un “laboratorio de fe”, como lo llamó el Papa. Un espacio donde la oración, la eucaristía, la adoración y la confesión no eran actos aislados o costumbres vacías, sino expresiones vitales de un corazón joven que se abría a Dios.
Recuerdo el Circo Máximo lleno de jóvenes esperando confesarse, las lágrimas del Papa al verlos, la comunión que brotaba entre desconocidos que compartían un Evangelio en gesto simbólico. Recuerdo también a los voluntarios, que ayudaban con una sonrisa, resolviendo problemas sin dramatismos. Y a los romanos, que salían a las calles con cubos de agua o botellas frescas para aliviar a los peregrinos que caminaban bajo el sol. Un sacerdote que necesitaba ayuda para su grupo fue atendido por una voluntaria que le dijo: “Le resuelvo todo, a cambio de que me celebre una misa”.
¿Qué buscábamos allí? ¿A quién? El Papa lo preguntó y nos interpeló: “Es Jesús a quien buscáis cuando deseáis una vida plena. No os dejéis engañar por las falsas promesas de felicidad”. Muchos lo entendimos. Muchos lo elegimos.
Hoy, un cuarto de siglo después, la juventud ha cambiado en formas, pero no en fondo. Sigue buscando autenticidad, comunidad, propósito. Y aunque el ruido del mundo, las redes, la soledad digital o la fragmentación ideológica parezcan reinar, siguen existiendo jóvenes que sueñan con algo grande. Jóvenes que, como entonces, se atreven a decir “sí” al Evangelio.
Este Jubileo 2025 es ocasión para mirar atrás, sí, pero sobre todo para mirar adelante. Para acompañar a esta nueva generación que hereda no solo una Iglesia con desafíos, sino también una historia de esperanza. Porque si en Tor Vergata hubo una semilla de revolución espiritual, ¿por qué no puede florecer ahora otra, en esta Roma del siglo XXI?
A veces me pregunto si aquella experiencia fue un espejismo. Pero luego recuerdo las lágrimas, las sonrisas, los silencios, los nombres de tantos que hoy siguen caminando. No fue un sueño. Fue una siembra. Y la cosecha sigue llegando.
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