En tiempos donde la autoridad suele confundirse con autoritarismo, y el liderazgo con mera capacidad de mando o visibilidad mediática, urge recuperar una verdad olvidada: liderar no es dominar, sino inspirar; no es imponerse, sino ofrecerse; no es estar por encima, sino estar al servicio.
El verdadero liderazgo no nace del poder que uno ostenta, sino del respeto que los demás libremente le otorgan. Se reconoce en quien sabe conjugar la prudencia con el compromiso, el discernimiento con la escucha, la firmeza con la humildad. Es, ante todo, una forma de estar en el mundo al servicio de un bien mayor, sin buscar el propio brillo, sino la luz que otros puedan encender.
En palabras que podrían remontarse a Sócrates o a san Benito, liderar es ante todo conocerse a uno mismo y gobernarse interiormente. Quien no es capaz de gobernarse a sí mismo, ¿cómo podría guiar a otros con justicia?
Líder es quien, en medio del ruido, sabe guardar silencio. Quien no se precipita, sino que discierne. Quien no impone su visión, sino que acompaña procesos. Y sobre todo, quien no se alimenta del miedo, sino de la confianza que despierta en los demás.
Vivimos una época sedienta de líderes verdaderos. No de jefes, ni de caudillos, ni de expertos en comunicación vacía. Sino de personas capaces de poner su inteligencia, su corazón y su voluntad al servicio del bien común. Personas que no temen mostrar su vulnerabilidad, porque saben que la grandeza no está en aparentar, sino en ser auténtico.
Decía Plutarco que “una autoridad que se funda en el terror y la opresión es, al mismo tiempo, una vergüenza y una injusticia”. Y lo vemos hoy en tantos ámbitos: políticos que gobiernan sin alma; empresarios que dirigen sin ética; educadores que olvidan que formar es mucho más que instruir.
El buen liderazgo —el que transforma, el que perdura— es el que nace de la sabiduría y del servicio. Es discreto, pero firme. Humilde, pero valiente. Y, sobre todo, fecundo: porque no crea seguidores, sino personas libres que también serán capaces de guiar.
Quizá haya llegado el momento de cambiar la pregunta. No se trata de “cómo ser líder”, sino de “a quién sirvo con mi vida y cómo puedo hacerlo mejor”. Porque solo cuando el centro deja de ser uno mismo, nace el auténtico liderazgo: aquel que no se impone… simplemente se reconoce.
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