En un mundo cada vez más interconectado, pero paradójicamente más dividido, el respeto parece haberse convertido en una palabra vacía, en un eco lejano de lo que alguna vez fue la base de la convivencia humana. Hoy, las diferencias políticas, culturales, religiosas o ideológicas, ya no se interpretan como riqueza, sino como amenaza. Se descalifica con rapidez, se insulta sin filtros, y se señala al otro con la dureza del prejuicio. Lo que se pierde en ese proceso es lo más esencial, la dignidad del ser humano.
Uno de los ejemplos más claros y dolorosos de esta pérdida de respeto es el trato que reciben los migrantes. En muchos países, personas que han dejado atrás su tierra, su idioma y hasta a sus familias, en busca de una vida mejor o simplemente de una vida posible, son recibidas con desprecio, sospecha o directamente con hostilidad. Se les acusa de invadir, de quitar trabajo, de alterar “lo nuestro”, como si buscar refugio, seguridad o esperanza fuera un delito.
Sin embargo, la migración no es nueva. Siempre ha existido, desde todas las partes y hacia todas las naciones. La historia de la humanidad es, en gran medida, una historia de desplazamientos. Nuestros antepasados también emigraron. Nuestros propios abuelos, padres o incluso nosotros mismos, en algún momento, lo podríamos hacer. Nadie está libre de verse forzado a marcharse. Y cuando uno emigra, no lleva consigo intenciones destructivas, sino el deseo legítimo de sobrevivir, de progresar, de vivir con dignidad.
Entonces ¿por qué negamos a otros lo que quisiéramos para nosotros si estuviéramos en su lugar? ¿Por qué el color de piel, el acento o la religión se convierten en excusas para el rechazo? El racismo y la xenofobia no son opiniones, son formas de violencia. Son expresiones de miedo y de ignorancia que se alimentan del dolor ajeno. Y lo más peligroso es cuando se disfraza de discursos institucionales o se normalizan en la conversación pública. No es libertad de expresión nacional, ni es patriotismo cerrar los ojos al sufrimiento del otro.
Respetar no significa estar de acuerdo con todo ni renunciar a nuestras convicciones. Significa reconocer que todos los seres humanos tienen los mismos derechos fundamentales, sin importar de donde vengan, cómo piensen o a quien recen. Significa tratar al otro como nos gustaría ser tratados si la vida nos pusiera del otro lado de la frontera, algo que muchos han olvidado.
Si no recuperamos el respeto como valor central, estaremos sembrando una sociedad más violenta, más insolidaria y más injusta. Pero aún estamos a tiempo. A tiempo de apostar por la empatía, de promover el pensamiento crítico, de enseñar a mirar al otro no como enemigo, sino como semejante. A tiempo de recordar que todos somos, en el fondo, migrantes en busca de un lugar donde vivir en paz.
Porque no se puede generalizar. Porque delincuentes y personas que hacen daño existen en todas partes y en todas las naciones, como también hay personas honestas, trabajadoras y solidarias en todos los rincones del mundo.
Juzgar a un ser humano solo por su origen o por su situación migratoria es tan injusto como peligroso. No se puede condenar a todos por los errores de unos pocos.
La humanidad no se divide en nacionalidades, colores o credos, sino en personas que construyen y personas que destruyen. Y eso no depende del pasaporte, sino de los valores. Por eso, más que nunca, debemos recordar que el respeto es el punto de partida de toda convivencia verdadera. Y que, si no aprendemos a mirar al otro con humanidad, habremos perdido también la nuestra.
Frente al odio, la palabra. Frente al desprecio, la memoria. Y frente al racismo y la xenofobia, una sola respuesta firme, “respeto”.
|