No importa el idioma que se utilice. Madre, mamá, “máma”, mater, mather… Es lo mismo. Todo el mundo lo entiende y lo siente. Estas palabras, musitadas en cualquier parte del mundo, recogen el sentimiento materno-filial que persiste en todas las culturas a lo largo de los tiempos.
El capítulo 13 de la primera carta de San Pablo a los Corintios es conocido como el himno al amor-caridad. En muchas bodas se proclama sin conocer la mayoría de las veces su procedencia. En el mismo entre otras verdades dice: “el amor es paciente, bondadoso, no envidioso ni jactancioso, no orgulloso, no grosero, no egoísta, no se irrita, no guarda rencor, no se alegra de la injusticia, sino que se une a la verdad. Además, el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta, y es eterno, a diferencia de los dones temporales como la profecía, las lenguas y el conocimiento.
Cambiemos la palabra amor por el concepto madre. Nos encontramos con una definición perfecta de la aptitud y la actitud de las madres. El Papa Juan Pablo I dijo, en uno de los pocos discursos que nos pudo transmitir, que entenderíamos bastante mejor el sentido de un Dios-madre que el de Dios-padre. Me quedo con la síntesis de ambos.
El verano es un tiempo propicio para los encuentros. Los hijos que se encuentran lejos de la madre por diversas circunstancias, se reúnen alrededor del centro de la familia: la madre. Los que la hemos perdido hace años, echamos de menos esos momentos en los que la Mater-familiae se deshace por acaparar la presencia de sus hijos y atiborrarlos de aquello que ellos añoran a lo largo de todo el año.
Mi buena noticia de hoy se basa en que mientras haya madre, hay familia. En el verano se realizan viajes a países exóticos, cruceros, peregrinaciones, parques temáticos, playas paradisíacas… Pero al final, el momento más importante siempre es el gazpacho, el tomate frito y la tortilla de patatas de la madre. Una mesa atiborrada de comida y rodeada de hijos y nietos. Ese es el reino de la madre. Ese es el verdadero día de la madre.
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