Siglo XXI. Diario digital independiente, plural y abierto. Noticias y opinión
Viajes y Lugares Tienda Siglo XXI Grupo Siglo XXI
21º ANIVERSARIO
Fundado en noviembre de 2003
Opinión
Etiquetas | Padre | Recuerdo | Sentimientos | emociones

La primera y la última

El día 4 hizo nueve años que vi por última vez a mi padre con vida. Y aquí estoy, emocionado, un domingo por la noche, escribiendo esto con una birra rebosante de espuma en la mano
Manuel Rebollar Barro
lunes, 14 de julio de 2025, 11:25 h (CET)

Del mismo modo que siempre hay una primera vez para lo que hacemos –primer llanto, primeras palabras, primeros pasos, primeros amores…–, sucede lo mismo con su antónimo, que también hay siempre una última vez para todo, aunque, a diferencia de la otra, en muchas ocasiones desconozcamos que no habrá más.


El día 4 hizo nueve años que vi por última vez a mi padre con vida. Tras pasar un proceso cancerígeno para el que le dieron cuatro meses y que alargó todo lo que pudo desde que se lo diagnosticaron el 28 de octubre del año anterior, el 4 de julio de 2016 me tocaban diez días de descanso después de unos meses agotadoramente emotivos a su lado en su despedida, donde cerré muchas heridas y comprendí muchas actitudes en su vida. Sus decepciones, sus triunfos, sus frustraciones, sus... Fueron meses muy intensos que me permitieron despedirme de mi padre conociéndolo un poco más, porque, como hombre típico de su generación –nació en 1943– tenía unos códigos obsoletos que mantuvo siempre y que nunca llegué a desentrañar. Al menos durante ese tiempo pude entender quién era y por qué había actuado así, que no era poco, y pude ir despidiéndome de él al ritmo que marcaba la enfermedad. También se llevó sus secretos (¿quién no los tiene?) aunque me puso al día con anécdotas que yo desconocía de sus padres, de mi pueblo, de su mili…, de su vida, en definitiva, de la que me había desconectado en algún momento del pasado y que buscaba recuperar para mantenerlo en la memoria.


Aquel lunes por la mañana, con el coche ya cargado de maletas, con mis hijos y mi mujer dentro porque comenzaban nuestras vacaciones, me llamaron desde el hospital porque mi padre se había fugado. ¿Cómo?, pregunté yo asombrado a la enfermera, quien, muy enfadada con mi padre por su actitud, me dijo que le había asegurado que yo iba a ir a recogerlo y que, si él podía esperarme en el vestíbulo de la planta, que, en cuanto yo viniese, le firmaba la autorización, algo que, lógicamente, no había sucedido y que, ahora, tras buscarlo durante más de una hora, no lo hallaban y se habían encendido todas las alarmas por las consecuencias médicas y legales que eso podía traer.


¡Ostras!, ¿mi padre?, si casi no se podía mover, ¿a dónde habría ido? Les dije que no avisaran todavía a nadie, que creía que podía saber dónde estaba y que yo me hacía cargo, que lo encontraría y lo llevaría de vuelta. No tuve dudas. Busqué en Internet el teléfono de su bar de cabecera, que en los últimos años se encontraba en la plaza del museo Reina Sofía, llamé y le pregunté a Luis (mi padre, lo segundo que hacía al llegar a un bar era preguntarle el nombre al camarero, conocedor de que ese primer tuteo como acto de confianza le concedería las mejores cañas para siempre) si mi padre estaba allí. Me respondió con sorpresa que sí, que se lo había encontrado solo sentado en la terraza y que este le había dicho que yo estaba aparcando y que ahora iría, y que, con mi consentimiento, le pusiera la cerveza mejor tirada de su vida. ¡Hala!, ¡mi padre lo había planeado todo! Le confirmé a Luis que ya estaba llegando y que no le perdiera ojo. A continuación, bajé a mi familia del coche y me fui a por él.


Nada más llegar, le eché la bronca. Yo, pobre y obcecado egoísta, le espeté que necesitaba descansar un poco después de todos esos meses intensos juntos, que por la tarde vendría mi hermano mayor para ocuparse de él durante esos días, que me dejase un poco de aire, que luego ya volvería yo de nuevo a estar con él, que cómo le había hecho eso a la enfermera, que qué hacía bebiendo una cerveza y fumando... y ahí, en ese instante de la innecesaria reprimenda, me detuvo y mirándome fijamente a los ojos me dijo: ¿por qué, me voy a morir? Y caí en la cuenta de mi estúpida actitud. Lo abracé, medio nervioso, medio avergonzado, y entendí que era su verdadera despedida, su manera de decirse adiós antes de bajar el último peldaño de su abandono físico, y que quería hacerlo con sus reglas: una cerveza bien tirada y un cigarro, una pequeña victoria dentro de la inevitable derrota. Comprendí, me senté y me pedí yo también una al grito de "Luis, ponme la última", a la espera de que mi padre me corrigiese como siempre hacía cuando escuchaba esa expresión diciendo "eso nunca se dice, hijo, siempre, la penúltima". Pero esa vez no sucedió. Nos miramos y la garganta se hizo dique, bloqueando las palabras. Me la bebí tranquilamente junto a él, y me lo llevé de vuelta al hospital sin decir nada, como si el silencio fuera poco a poco llenándolo todo.


El día 13 moriría, mientras yo estaba de vacaciones, un día antes de volvernos a ver. Y hoy, a pesar de no haberlo sabido en aquel momento, sé que me tomé, por primera vez, la última con él. Y aquí estoy, emocionado, un domingo por la noche, escribiendo esto con una birra rebosante de espuma en la mano. Porque eso era lo primero que pedía siempre mi padre en un bar: "una cerveza bien tirada". A tu salud, papá, a la salud de todas las primeras y las últimas veces.

Noticias relacionadas

Me van a perdonar tres veces: por empezar hablando de fútbol, por el título en inglés, y por dividir este escrito en dos partes; esto último para que nadie se atragante demasiado pronto y deje de leer pensando que va sólo de fútbol, aunque ya se sabe lo que pasa con la prensa deportiva, se lee -en mi modesta opinión- más de lo debido, y el fútbol acapara titulares a la más mínima.

En un mundo cada vez más interconectado, pero paradójicamente más dividido, el respeto parece haberse convertido en una palabra vacía, en un eco lejano de lo que alguna vez fue la base de la convivencia humana. Hoy, las diferencias políticas, culturales, religiosas o ideológicas, ya no se interpretan como riqueza, sino como amenaza. Se descalifica con rapidez, se insulta sin filtros, y se señala al otro con la dureza del prejuicio.

Discernimiento es “la acción y el efecto de discernir”. Es decir aplicar la clarividencia, el juicio o la sensatez ante una disyuntiva. En romance paladino: hacer uso del sentido común. Justo lo contrario de lo que pretende la mayoría de los seres humanos. Que piensen y decidan por ellos. Sin mojarse lo más mínimo.

 
Quiénes somos  |   Sobre nosotros  |   Contacto  |   Aviso legal  |   Suscríbete a nuestra RSS Síguenos en Linkedin Síguenos en Facebook Síguenos en Twitter   |  
© 2025 Diario Siglo XXI. Periódico digital independiente, plural y abierto | Director: Guillermo Peris Peris
© 2025 Diario Siglo XXI. Periódico digital independiente, plural y abierto