«Todo en la vida es sueño, y los sueños, sueños son», Pedro Calderón de la Barca.
Érase un teatro llamado Democracia, alzado sobre la frágil arquitectura de la virtud, donde cotidianamente se representaban tragedias y farsas bajo la altiva bóveda de la sede de la soberanía del pueblo. Allí acudían damas y gentiles hombres de fingida nobleza, con semblantes graves compuestos de artífico y estudiadas apariencias, quienes ejecutaban con puntualidad religiosa escenas de efímera grandeza ante espectadores que ora gemían en confusión, ora estallaban en cólera, ora dormitaban en letargo.
Aquel miércoles, día noveno del mes séptimo del año del Señor dos mil veinticinco, se elevó el telón para una representación singularmente pomposa. El presidente del Gobierno del Reino, don Pedro Sánchez, proclamaba con tono casi litúrgico medidas que, según aseveraba con aliento divino, erradicarían mágicamente las inmundicias terrenales del poder corrupto.
Desde su escaño, en la bancada de Sumar, doña Yolanda Díaz asentía con afectada firmeza, como réplica institucional en solemne pantomima. En el coro del hemiciclo, hallábanse sus llamados aliados: no tanto por lealtad cuanto por cálculo frío, personajes de mudable condición y voluntades mercadeadas, enmascarados con fingida fidelidad, cuyo verdadero rostro era el del mutuo y permanente chantaje. Más que socios, eran acreedores; más que sostenes, eran manos que apuntalaban temblorosas sólo para encarecer el precio de su auxilio. "Yo te sostengo si tú me das", "Yo te sostengo a cambio de…", es la cláusula explícita que salva estas alianzas de rehenes, donde cada cual mantiene al otro, presos todos de su mutua necesidad y ambición. Así se perpetuaba el mandatario en la dorada ilusión de su poder, no por nobleza de causa, sino por el cálculo ajeno de quienes, necesitándolo, lo sostenían —mas no con firmeza, sino con la inestabilidad precisa que lo hiciera depender de ellos a cada instante—, pues bien conocen que cuanto más precaria su posición sea, más alto el precio a exigir será en el mercado del chalaneo.
Cual en tragedia palaciega, enfrente, la oposición aguardaba, armada con medio centenar de preguntas afiladas como dagas; no para abatir un prestigio ya rendido por sus propios excesos, sino para sacar a la luz, ante almas de conciencia limpia, una realidad tan lacerante que pocos querrían verla escrita en el libro de sus días. Pues la reputación del mandatario, más que mancillada, se hallaba arrastrada por el polvo del descrédito, rozando con su sombra el mismo suelo donde se restriega la bayeta del decoro público. Y en ello no había injusticia, sino reflejo exacto del daño causado.
En tal escenario, la presidenta del Congreso desempeñaba papel de adiestrada directora de la representación, manipulando el sacro reglamento como docto titiritero a sus marionetas, elevando una interrogante incisiva cual nota estridente, o dejando fluir la respuesta evasiva en grave susurro. Todo perfectamente coreografiado, pese a las apariencias de improvisación dialéctica.
Los espectadores, indirectos o directos, aplaudían, abucheaban o bostezaban desde la tribuna o frente a sus pantallas, creyendo quizá que asistían a un debate trascendental, cuando en realidad contemplaban un espectáculo de máscaras en perpetuo intercambio. Porque si el viejo corral de comedias exponía a sus personajes ante Dios, envueltos en nobles orgullos o fingidas humildades, esperando el divino juicio que descorriese el velo, en esta cámara del Reino, donde mora el simulacro de la soberanía popular presentaban sus máscaras ante el pueblo, cuyo juicio, menos celestial y más terrenal, quedaba postergado indefinidamente hasta la siguiente elección.
Así, la sesión, bajo la máscara de solemnidad, se convirtió en exaltación máxima del cinismo político, donde cada diputado representaba su propio personaje, ocultando tras discursos de indecorosa ética y oscura transparencia el juego de velados intereses y favores. Las máscaras oficiales, legitimadas por la retórica y el reglamento, ocultaban mal la evidente y grotesca negociación de afanes ajenos al pueblo. Como en una mala representación de Molière, los guardianes del interés público se esforzaban demasiado por parecer virtuosos, sin notar que la aparente nobleza que reflejaba la pintura de sus máscaras se derretía por el abrasador fuego de la codicia, dejando al descubierto sus verdaderos rostros, deformados por la desmesura de su ambición y la urgencia del trueque.
Porque, tras el decorado de las promesas, en los oscuros rincones a los que no alcanzaba la mirada del pueblo ni el ojo escrutador de la denuncia, la entonada sinceridad política se deshacía en carcajadas cínicas y palmadas cómplices entre enemigos de afecto fingido. Un pacto silencioso regía allí, donde nadie osaba desvelar la verdadera urdimbre de la farsa, tejida con los dorados hilos de impúdicas virtudes y sinceras mentiras. Y bien lo sabían todos, que bajo el barniz de la respetabilidad latía impaciente la ansia voraz de perpetuarse en el poder, de mover las piezas del tablero no por bien común, sino por ganancia de unos pocos sobre el daño a unos muchos.
Ese día miércoles, que quiso el destino tornar en escena mayor, el espectáculo del impudor alcanzó su cumbre más encumbrada: el Gobierno, presto en el arte del verbo torcido, se defendía de cada señalamiento con malabares de lengua y rodeos de intención, mientras la oposición, ceñida con los atributos del alguacil del decoro público, inquiría con severidad de tribunal antiguo para descubrir la podredumbre moral que ya hedía sin disimulo. Aquel acto, más que sesión de control, era tragedia sin catarsis, donde acaso los héroes, pudieron quedar ocultos bajo el estrépito de tantos villanos que, sin recato, ocupaban la escena.
Cada cual, en su papel, era máscara viva de fingimiento, que por breve instante relucía al fulgor engañoso de la escena, mientras el pueblo —espectador sufrido y burlado— asistía a la representación donde sus justos anhelos no valían más que vil moneda en mercado de conveniencias. Y su juicio, postergado y menguado, no pasaba del rito de depositar el voto cada ciertos años, como si tal ceremonia le otorgase mudar el gesto de los farsantes, sin que jamás se alterase el texto inmutable de la comedia perpetua.
Quizá la más lacerante ironía de tal representación fue, por cierto, que el vulgo, aun sabedor de la falsedad de la obra que se representaba, seguía esperando, preso de vana esperanza, que la próxima función mudara el desenlace. Esperanza tejida por el hechizo de las palabras y la encantadora danza de la retórica, que, cual fuegos de artificio en la noche, deslumbraban por instantes para dejar, al apagarse, tan sólo humo y tiniebla.
La máscara política es, en fin, un espejo cruel que devuelve a cada uno la imagen de las miserias del reino... y las suyas propias. Porque, a la postre, la farsa del parlamento no hace sino reflejar las flaquezas comunes: nuestra muda connivencia, nuestra indignación de asiento, que pocas veces vuela más allá del lamento. Que esta representación no es sino reflejo dramático de lo que somos, y triste confirmación de lo que, por hábito o cobardía, damos por bueno.
Y así, mientras los comediantes del parlamentarismo abandonaban el tinglado de la gran farsa —ufanos de su representación y persuadidos de los aplausos que a sí mismos se prodigaron, como hace quien, consciente de su propio artificio, se ve obligado a celebrarse en voz alta, pues sabe que si él no lo hace, nadie lo hará, y necesita acallar el atronador silencio del rechazo y el desprecio—, quedaba el tablado desierto, oscuro y mudo, cual templo profanado tras la ceremonia del engaño. En él, sólo permanecía la figura espectral de un reino entero que, resignado o soñador, tal vez ya desencantado, aguarda —como quien espera milagro sin fe— un día, tan remoto como incierto, en que tales figurantes se despojen al fin de sus máscaras y, ante el implacable espejo de la Historia, revelen sin velo el rostro verdadero de sus hechos.
Mas hasta que tal día improbable despunte en el horizonte, proseguirase en la cámara del poder la representación de la misma comedia, con mudanza acaso de actores, más sin variación en el libreto. Y el pueblo —el común de los vasallos—, como antaño, ocupará su asiento en la primera fila del engaño, contemplando el eterno espectáculo de sus propias ilusiones, creyendo —o fingiendo creer— que la función es nueva, cuando cada línea, cada pausa y cada aplauso repiten, sin falta, los ecos del ayer.
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