En el ámbito educativo —sea en la escuela o en la universidad— se insiste en la necesidad de que los entornos de aprendizaje sean espacios protegidos, espacios seguros. Pero ¿qué se entiende realmente por un “espacio seguro”?
A menudo se interpreta de forma limitada, enfocándose solo en la protección física y psicológica: ausencia de violencia, acoso o discriminación. Este enfoque, si bien necesario, se queda corto cuando se convierte en una excusa para silenciar la diversidad de pensamiento.
En ciertos ambientes universitarios, sobre todo los influenciados por las corrientes ideológicas dominantes en algunas instituciones de España, Europa, Estados Unidos, etc. el “entorno seguro” ha pasado a significar un espacio ideológicamente cerrado.
Así, el consenso mayoritario se impone como dogma y cualquier opinión discordante se considera una agresión; y no se protege al estudiante, sino que se le aísla del ejercicio fundamental del pensamiento crítico.
Con esta forma de proceder, el diálogo se vuelve sospechoso y disentir, están en desacuerdo con el “pensamiento único”, lo “oficialmente correcto”, se convierte en tabú y, el que piensa, en una especie de bicho raro, aunque sea el ser más sensato de la Tierra.
Esto es una deformación de lo que debería ser un entorno formativo seguro y atenta directamente contra la naturaleza misma de la educación.
Un espacio es verdaderamente seguro cuando permite el debate respetuoso, cuando fomenta la capacidad de pensar con independencia, de contrastar puntos de vista y de sostener convicciones propias tras un análisis riguroso, no por su popularidad en redes o su conformidad con lo políticamente aceptado.
La escuela y, especialmente, la universidad, deben ser el espacio donde los alumnos no solo aprenden hechos, sino donde se forman para razonar, discernir, cuestionar.
El profesor no es un enemigo a combatir ni un obstáculo que censurar si piensa diferente. No se puede ridiculizar a nadie por lo que piense sino mostrar la alternativa que se defiende frente a él. Tampoco es lógico que si un alumno está en desacuerdo con el profesor, se levante y se vaya, eso es pura inmadurez, la madurez vendría representada por la exposición y contrastación de ideas y pensamientos.
El profesorado es guía que, con mayor experiencia que el alumno, puede ayudar a profundizar en la verdad, incluso cuando sus ideas desafíen las del alumno, o las ideas del alumno desafíen las del profesor. No se trata de que el maestro tenga siempre razón, -hablar ex catedra hace tiempo que quedó anticuado-, sino de reconocer que el aprendizaje surge del contraste respetuoso, no del rechazo automático.
Vivimos una época en que se ensalzan las habilidades técnicas, el dominio de la tecnología, como grandes logros de la educación, pero sin despreciar su utilidad, es más urgente enseñar a comprender la realidad, a vivir con sentido, a preguntarse por el bien, la verdad y la felicidad. Saber operar un sistema no garantiza que sepamos usarlo con criterio. En el mundo de la inteligencia artificial, -por ejemplo-, lo esencial no es solo saber pedirle una respuesta, sino tener el juicio necesario para interpretarla y decidir qué hacer con ella.
La búsqueda de la verdad, que es el motor de toda ciencia, no debería pues reservarse solo para las disciplinas naturales, para las “ciencias exactas”, para las “carreras de ciencias”, las humanidades también son ciencia.
También en las cuestiones morales, sociales o antropológicas debemos aplicar el mismo rigor: examinar, contrastar, argumentar. Cuestiones como la identidad, el aborto, el feminismo o los conflictos internacionales no pueden quedarse al margen del pensamiento crítico porque no son patrimonio del “pensamiento único” o “políticamente correcto”. Si no se contrasta, en realidad, no hay política, hay imposición; si no se prueba, se comprueba, se debate, se contrasta, hasta qué punto podemos saber que algo es “correcto”.
La verdad no desaparece por ser incómoda y la universidad debe ser un espacio donde podamos acercarnos a ella, aunque implique incomodidad o contradicción.
La autoridad del maestro, del profesor, no es autoritarismo, sino experiencia puesta al servicio del alumno. La verdad no depende de quién la dice, ni del número de personas que la aplaudan, sino de su coherencia con lo real. Educar es acompañar a cada alumno en su deseo profundo de comprender el mundo y vivirlo con sentido.
Por eso, un “entorno seguro” no debe ser solo un espacio físicamente o psicológicamente seguro, sino también ideológicamente. No puede ser nunca una burbuja ideológica, sino un lugar donde se protege la dignidad y la libertad de cada persona pensante, sin renunciar al derecho a pensar libremente. Solo así se educa de verdad; y, solo en esa verdad, se encuentra la auténtica libertad.
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