Que levante la mano quien, al oír el nombre de Zenobia Camprubí, no piense primero en Juan Ramón Jiménez. Exacto. Esa es la condena de muchas mujeres brillantes: vivir a la sombra de un hombre ilustre. Pero Zenobia no era sombra de nadie. Ni siquiera del poeta que acabó ganando un Nobel. Fue una mujer con más arrestos que muchos hombres de su tiempo; y del nuestro.

Nacida en 1887 en Malgrat de Mar, de familia bien situada y con educación excelente —privilegio al que no todas accedían entonces—, hablaba idiomas, sabía de música, historia y letras; y su carácter no le permitía quedarse quieta.
Viajaba, leía, escribía, enseñaba. Conducía, para asombro de los vecinos y también hacía negocios: organizaba la exportación de artesanías cuando eso era territorio exclusivo de hombres con un puro en la boca.
También luchaba por los derechos de las mujeres, sin pancartas ni discursos huecos, sino con los hechos. A principios del siglo XX. Casi nada.
No fue musa ni florero de nadie. Fue compañera —inteligente, eficaz, crítica— del autor de Platero y yo. Cuando se casó con él en Nueva York en 1916, sabía perfectamente con quién se unía. Dejó dicho:
“Como no me casé hasta los veintisiete años, tuve tiempo de comprobar que lo mío con la literatura era un flirteo sin futuro”.
Así que, con gran temple decidió consagrarse a algo más grande: custodiar y empujar la obra de un genio.
Pero Zenobia no desaparece detrás de Juan Ramón. Está en sus cuadernos, en sus versos, en cada palabra del Diario de un poeta recién casado, que el andaluz escribió durante el viaje de novios mientras ella organizaba medio mundo y traducía a Rabindranath Tagore del inglés. Gracias a ella, el gran poeta indio cruzó el Atlántico en castellano sin naufragar en la cursilería. Porque Zenobia, además de talento, tenía buen oído. Juan Ramón revisaba los ritmos, sí. Pero la primera en entender a Tagore fue ella.
En el exilio, mientras el poeta lidiaba con sus tormentas internas, Zenobia seguía dando clases, escribiendo diarios, organizando conferencias y haciendo lo que mejor sabía: mantener el mundo en movimiento. Puerto Rico, Cuba, Estados Unidos… Donde hubiera que estar, ahí estaba. Sin quejarse, sin pedir favores, sin aspavientos.
Vivió 68 años, murió en San Juan en 1956 y dejó mucho más que un legado. Dejó el ejemplo de una mujer que no esperó a que le abrieran las puertas, las abrió ella misma. Que no quiso ser recordada, pero se ha vuelto inolvidable. Que no pidió aplausos, pero hoy, con razón, se los lleva todos.
Y si aún queda alguien que no la conozca, que se asome a su historia. La Fundación Juan Ramón Jiménez la guarda como quien protege un tesoro. Porque lo es. Y esta que suscribe tuvo el grandísimo honor de contar con la presencia de una sobrina suya en la presentación de mi primer libro.
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