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​San Isidro Labrador: el santo que aró la tierra con fe, patrón de Cabeza la Vaca y ejemplo para un postulante a santo

No solo fue ejemplo en vida, sino que su labor se ha extendido en el tiempo y puede llevar a los altares a un estupendo futbolista
María del Carmen Calderón Berrocal
sábado, 10 de mayo de 2025, 11:37 h (CET)

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No es fácil, en estos tiempos de ruido y postureo, entender la devoción por un hombre que no levantó espadas ni escribió tratados, ni siquiera sabía leer. Pero ahí está San Isidro, patrón de Madrid, el santo de los callos en las manos y la tierra bajo las uñas, al que veneran en Cabeza la Vaca como si fuera de la familia. Y en cierto modo lo es.


No fue rey ni guerrero ni obispo —gracias a Dios, añadiría uno—, sino un simple labriego con más fe que mundo, casado con una mujer que también alcanzó los altares, María Toribia, alias Santa María de la Cabeza. Vivieron con lo justo, trabajaron lo necesario y creyeron sin condiciones, lo que ya es decir bastante.


Su historia no está hecha de milagros espectaculares, aunque alguno hay con ángeles arando y fuentes brotando al toque de la vara. Lo suyo era más bien la épica del surco bien trazado, del madrugón bajo escarcha, del rezo entre azadas. Mientras los nobles se entretenían guerreando él se arrodillaba en cualquier ermita y seguía adelante con la jornada.


Nació cuando Madrid apenas era un villorrio recién reconquistado por Alfonso VI, entre campos y jarales. Trabajaba para los Vargas, señores de tierras y tiempo. Nunca tuvo nada, pero vivía como si lo tuviera todo: paz, familia, sentido. Su jornada empezaba antes del canto del gallo y lo llevaba por los caminos de Carabanchel, Getafe, las riberas del Manzanares y del Jarama. Territorio de barro y sudor, donde solo sobrevive quien no se queja.


Era analfabeto, sí, pero no ignorante. Aprendió a leer en los surcos del campo y en la corriente del río. Para él, la creación entera era una Biblia abierta. No necesitaba más. Tenía una espiritualidad de esas que no hacen ruido, pero que empapan. Un misticismo casi franciscano, de esos que entienden que Dios también se esconde en el zumbido de una abeja o en la paciencia de una semilla.


En su casa, la pobreza no era miseria, era elección. Compartía lo poco que tenía con quien lo necesitaba. Su esposa, igual de piadosa, igual de discreta. Criaron a su hijo entre rezos y labores, enseñándole que el pan se gana y la fe no se impone sino que se enseña con el ejemplo; y eso fueron ellos para la Iglesia: el ejemplo para toda la cristiandad que los hizo subir a los altares.


Su santidad fue reconocida en Roma en 1622, en tiempos del Papa Gregorio XV, cuando también subieron a los altares a otros pesos pesados del espíritu por aquel entonces. Pero lo de Isidro era distinto. Él no escribió nada ni fundó nada. Solo vivió bien. Con eso bastó.


Madrid lo hizo suyo y no por oportunismo, sino porque en él vio su reflejo: austero, tozudo,   silencioso. Lo cantaron Lope, Calderón y compañía, no por encargo, sino por respeto. Porque en este país donde los héroes duran lo que tarda en cambiar el viento, San Isidro se quedó. Quieto. Firme. Como una vieja encina.


También en Cabeza la Vaca lo saben. Y lo celebran como se debe. Encabeza el programa de Normas para este año 2025 de camino y romería en su honor.


Pero San Isidro tiene un fan de excepción: Tommy Burns, ambos santos de barro y de fe.


San Isidro es patrón de los que madrugan con la azada al hombro, es una devoción firme en Cabeza la Vaca y tiene un seguidor de los que no se olvidan. Uno que rezaba con el mismo fervor con que apretaba los dientes en el césped, que hablaba con Dios como se habla con un amigo de toda la vida; uno que, sin ser de allí, también es de la familia: Tommy Burns.


Glasgow no es lugar para sentimentalismos blandos, pero entre sus calles marcadas por la religión, la política y el fútbol —que allí son la misma cosa— hay nombres que se pronuncian con el respeto con que se nombra a los muertos que importan y Tommy Burns es uno de ellos.


Jugó en el Celtic durante casi tres lustros, levantó títulos, muchos. Se puso la camiseta de Escocia, dirigió al club desde el banquillo y no jugaba para ganar: jugaba para honrar. El fútbol era su vocación, pero la fe, su norte.


Dicen que, si llegabas pronto a misa, lo encontrabas allí. Silencioso. Como un soldado de guardia. No para pedir goles sino para agradecer, para aguantar. Fe, familia, fútbol. Y en ese orden.


La enfermedad vino como vienen esas cosas: sin preguntar y sin perdonar, un cáncer de piel, melanoma, lo fue apagando sin ensañarse, pero sin pausa. Y él, sin una queja, murió el 15 de mayo de 2008, día de San Isidro, como no podía ser de otro modo.


El patrón de los labradores acompañó consigo a un hombre que también supo arar la vida con dignidad. Días antes de irse, sabiendo que el tiempo se le agotaba, pidió enviar flores a una mujer que acababa de quedarse viuda. Ni una palabra sobre su propio final. Así era él, un caballero sin estridencias, un cristiano sin aspavientos.


El día de su entierro, Glasgow se rompió. Los suyos lloraron. Y también los otros. Porque incluso en esa ciudad que se divide por colores y credos, nadie tenía una palabra mala que decir de Tommy Burns. Ally McCoist, emblema del Rangers, llevó su ataúd. Los enemigos verdaderos también saben cuándo hay que quitarse la gorra.


El padre Farrell, del Opus Dei, no titubea: “Sí, era un santo”, exclamó. Y no lo dijo por cumplir sino porque lo conoció en confesión y en silencio; porque lo vio rezar cuando nadie miraba; porque hoy, aún hoy, le reza pidiéndole favores.


El obispo Monaghan lo dijo claro aquel día gris: Tommy era un hombre de Dios. Madrugador para la misa. Orante de verdad, no de pose. Su vida fue una homilía hecha carne. Una catequesis con botas embarradas.


Ahora se estudia su beatificación en la diócesis de Paisley. Puede que un día tenga altar, como su querido santo. Puede que un día lo llamen Beato Tommy. Pero no hace falta esperar porque para muchos, ya lo es. El fútbol da ídolos cada domingo, pero los santos, los de verdad, son cosa rara y suelen pasar desapercibidos. Como los buenos goles: sin rebote y al primer toque.


Así que San Isidro no solo fue ejemplo en vida, sino que su labor se ha extendido en el tiempo y puede llevar a los altares a un estupendo futbolista.

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