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Cuando la madurez se convierte en arte

Hoy en día, miles de personas mayores de 60 años escriben, pintan, crean, emprenden. Siguen aprendiendo, soñando, luchando
Conchi Basilio
jueves, 8 de mayo de 2025, 11:36 h (CET)

Vivimos en una sociedad que venera la juventud hasta la idolatría, mientras relega a la madurez a un rincón de invisibilidad. A medida que el calendario avanza, parece que los logros personales y profesionales se devalúan, como si la capacidad de crear, innovar o disfrutar de la vida tuviera fecha de caducidad. Sin embargo, la realidad demuestra lo contrario, la verdadera riqueza humana florece en la experiencia, y es en la madurez donde alcanzamos nuestra cumbre personal.


La adaptación a los cambios tecnológicos suele ser un argumento recurrente para medir el valor de los mayores. Pero, este enfoque es reduccionista. No solo se trata de aprender a usar un nuevo dispositivo o de moverse por el mundo digital, que muchos mayores hacen con admirable determinación. El verdadero capital de quienes han vivido más de medio siglo no se mide en su destreza tecnológica, sino en su sabiduría profunda, una comprensión de la vida que sólo los años pueden otorgar.


La vida enseña con golpes y abrazos, enseña a perder y a empezar de nuevo, a valorar lo esencial, a distinguir lo urgente de lo importante. Enseña a mirar con ojos que no sólo ven, sino que entienden. Este conocimiento, intangible pero valiosísimo, no puede ser enseñado en ninguna universidad, ni adquirido en ningún tutorial online. Es un saber que atraviesa todas las áreas, desde la resolución de conflictos hasta la creación artística, desde la reflexión filosófica hasta el emprendimiento más pragmático.


Muchos jóvenes de hoy, atrapados en la inmediatez de las redes sociales y en el vértigo de las novedades constantes, desprecian sin saberlo ese tesoro. Creen, de manera inconsciente, que nunca envejecerán, que siempre serán ágiles, adaptables, imprescindibles. Sin embargo, el paso del tiempo es implacable para todos. Y si el ritmo de transformación actual parece vertiginoso, la velocidad del futuro será aún mayor. Cuando lleguen a la madurez, encontrarán un mundo aún más ajeno a su formación inicial, y necesitarán precisamente esa flexibilidad, esa resiliencia que ahora menosprecian en sus mayores.


La creatividad, lejos de agotarse con la edad, suele alcanzar su punto más alto en la madurez. La historia está llena de ejemplos brillantes, Miguel Angel, diseñó la basílica de San Pedro en sus últimos años de vida, Goya creó sus pinturas negras en la vejez, Tolstói escribió “Resurrección” a los 71 años, y la novelista Mary Wesley publicó su primer éxito a los 70 años. El arte, el pensamiento y la literatura no son monopolios de la juventud. Al contrario, la madurez aporta profundidad, matices y una voz única que sólo puede surgir de una vida plenamente vivida.


Hoy en día, miles de personas mayores de 60 años escriben, pintan, crean, emprenden. Siguen aprendiendo, soñando, luchando. Y no solo en esferas artísticas o intelectuales, en la vida cotidiana, son el soporte emocional de sus familias, los pilares de su comunidad, los guardianes de valores esenciales como el esfuerzo, la paciencia y la solidaridad.


Ignorar a quienes han cambiado antes que nosotros, es un acto de arrogancia peligrosa. Cada generación debe construir su futuro, sí, pero sin despreciar las lecciones de quienes ya han atravesado tormentas y celebrado amaneceres. Envejecer no es un fracaso, es un privilegio que, ojalá, todos alcancen. Y cuando los jóvenes de hoy lleguen a esa etapa, porque llegarán, si la vida les concede esa fortuna, descubrirán que no son las habilidades técnicas las que sostienen el alma, sino la sabiduría cultivada a lo largo del camino.


Por eso es urgente y necesario cambiar la mirada, no ver a los mayores como piezas de museo, sino como fuentes vivas de conocimiento, de arte, de vida. No relegarlos a la esquina del olvido, sino invitarlos a ocupar el lugar que les corresponde, el de guías, creadores y referentes.


La madurez no es un ocaso, es una segunda aurora. Y su luz, lejos de apagarse, puede brillar con más fuerza que nunca, si la sociedad tiene la sabiduría de reconocerla.

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