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Vivimos en una sociedad que venera la juventud hasta la idolatría, mientras relega a la madurez a un rincón de invisibilidad. A medida que el calendario avanza, parece que los logros personales y profesionales se devalúan, como si la capacidad de crear o disfrutar de la vida tuviera fecha de caducidad. La realidad demuestra lo contrario, la verdadera riqueza humana florece en la experiencia, y es en la madurez donde alcanzamos nuestra cumbre personal.
Vamos cumpliendo años, viviendo y experimentando. A veces, esos años nos pesan, porque observamos a las generaciones más jóvenes y nos damos cuenta de que nosotros ya no los somos. De repente, por alguna razón empezamos a sentirnos mayores, cansados y hasta reflexivos con todo lo que hemos hecho hasta ahora.
Las dificultades nos acorralan, hasta el extremo que toda la humanidad está siendo puesta a prueba, con un aluvión de amenazas y dejadeces que nos suelen sacrificar con la más tremenda de las desolaciones, afectando de manera desproporcionada a los ascendientes, exacerbando así su vulnerabilidad.
En todas las épocas campea eufórica la incertidumbre, agrandada por los engaños y apenas aliviada por los momentáneos descubrimientos; nunca han sido completos estos hallazgos. Por si no fuera suficiente, a la hora de expresarnos estamos desconcertados, no conseguimos reunir todos los matices. Incluso el habla de la gente culta, en los escritos mejor elaborados, sólo aluden a ciertos aspectos parciales.
Los que nacimos entre los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, hemos demostrado ser unos dignos representantes del “segmento de plata”. Creo que a lo largo de la historia hemos sobrevivido estoicamente a las diversas alternativas vitales, políticas, económicas y laborales que se nos han ido presentando.
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