“No somos los dueños de la verdad, sino sus humildes servidores", San Juan Pablo II.
La sede de Pedro yace vacante y el mundo contiene el aliento. Mientras los medios y las redes sociales calculan votos y afinidades, y las cámaras enfocan la chimenea de la Capilla Sixtina —donde Miguel Ángel dejó su visión de la grandeza y la fragilidad humana—, los cardenales se recogen para dar continuidad a un rito que, mirando al futuro, encuentra sus raíces en la solemnidad del pasado.
Dentro de esos muros cargados de historia y silencio, bajo esas bóvedas en las que resuena el eco de los siglos, comienza el antiguo y siempre nuevo ceremonial del cónclave. Más de dos mil años de historia sostienen a una Iglesia que, lejos de modas pasajeras, ha sobrevivido a imperios, guerras, crisis, cismas, revoluciones y a la propia evolución humana.
Una vez más, ese cuerpo vivo a través del tiempo se enfrenta al desafío de renovarse sin perder la esencia de la revelación eterna. No se trata de adaptarse a los vaivenes de cada época, sino de seguir mostrando el rostro siempre vivo del mensaje que no caduca.
El conclave se dispone a elegir a quien, desde la fragilidad humana, pilotará la barca del Pescador. Esa nave, que desde Galilea ha resistido los embates de los siglos, hoy, anclada en el tercer milenio, se apresta a izar nuevas velas para seguir cruzando con firmeza el mar de la historia. Lo hace mirando al futuro con esperanza, sostenida por una certeza inscrita en el arco triunfal de Constantino, en los foros romanos: «lo mejor siempre está por venir».
Así, mientras el mundo especula y espera, la Iglesia ora en el silencio sellado de la Capilla Sixtina, donde se decide algo más que un nombre: se confirma que, aunque cambien los hombres y sus tiempos, el mensaje imperecedero permanece inmutable. Porque la caducidad humana reemplazará al sucesor de Pedro, pero en sus manos seguirán las llaves del Reino que abren la puerta de la verdad eterna.
Los príncipes de la Iglesia, encerrados en la Capilla Sixtina y custodios de una tradición milenaria, a pesar de vestir sotanas y haber hecho votos sagrados, siguen siendo sujetos a la falibilidad humana. Se encuentran en una encrucijada: por un lado, la necesidad de salvaguardar la verdad revelada, con toda la inmutabilidad que ello implica; por otro, la exigencia urgente de reinterpretar y actualizar esa misma verdad para responder a sociedades que ya no son las de antaño.
Clausurados en la Capilla Sixtina, los príncipes de la Iglesia —custodios de una tradición milenaria—, aunque vistan sotanas y hayan hecho votos sagrados, siguen siendo hombres, sujetos a la falibilidad propia de la condición humana. A pesar de ello se enfrentan a una encrucijada en la que tienen la mission, por un lado, preservar la verdad revelada con toda la firmeza e inmutabilidad que conlleva; por otro, afrontar la urgente necesidad de reinterpretarla y actualizarla para dar respuesta a sociedades que ya no son las de antaño.
No están llamados a diseñar estrategias, sino a discernir. A escuchar. A abrirse a una voz que, aunque inaudible, pesa más que la opinión pública, las estadísticas y las tendencias, porque nace de la fe que habita en sus corazones, llamada a iluminar el oscuro laberinto de las pasiones y contradicciones humanas.
La tensión entre lo invariable y lo temporal se plasma en los debates previos al cónclave, al contemplar realidades que van desde la secularización en Occidente hasta la vitalidad creyente en África. El desafío no es elegir entre tradición y progreso, sino discernir cómo encarnar el Evangelio en contextos fraccionados.
La historia de los cónclaves está llena de decisiones que, vistas con ojos temporales, no siempre parecieron “espirituales”. Con realismo y profundidad teológica, el cardenal Joseph Ratzinger afirmó en 1997: “Yo no diría que el Espíritu Santo elige al Papa, pues no es que tome el control de la situación, sino que actúa como un buen maestro, que deja mucho espacio, mucha libertad, sin abandonarnos... Hay muchos Papas que el Espíritu Santo probablemente no habría elegido”. Ha habido Papas elegidos por compromiso, por urgencia, por eliminación. Pero también pontífices inesperados, frágiles, que sorprendieron al mundo con reformas audaces y gestos proféticos. Ahí radica el misterio: el Espíritu no garantiza perfección, pero sí acompaña.
Y ese acompañamiento se da hoy en una Iglesia global, diversa, a menudo tensionada por sus extremos. Para una parte de los fieles —sobre todo en Occidente— urge una renovación doctrinal que dialogue con los avances éticos, sociales y científicos. Para otros —frecuentemente en África, Asia o América Latina— esa misma propuesta suena a ruptura, a claudicación ante un mundo que ya no reconoce verdades. Es la eterna confrontación entre lo inmutable y lo efímero.
¿Cómo puede el Espíritu hablar con una sola voz a una comunidad tan plural? ¿Debe la Iglesia adaptarse al mundo o mantenerse como faro inmóvil? ¿Cómo armonizar fidelidad y audacia?
Un ejemplo paradigmático es la reflexión del Papa Francisco sobre la eutanasia: al afirmar que “nunca es fuente de esperanza ni de preocupación genuina por los enfermos”, y al proponer en su lugar el camino de los cuidados paliativos, muestra que la doctrina no es un muro, sino un puente entre principios eternos y dilemas emergentes.
La respuesta no está en optar por uno u otro extremo, sino en asumir que la verdad, aunque inmutable en su esencia, necesita ser dicha con nuevos acentos y desde nuevas experiencias. El Evangelio no cambia, pero su encarnación en cada cultura y tiempo sí. No se trata de modernizar la fe como si fuera un cosmético en desuso, sino de traducir su profundidad a lenguajes que el mundo comprenda, sin rebajar su contenido.
Por eso, el cónclave no es solo una elección. Es una llamada a leer los signos de los tiempos. A mirar con los ojos del corazón. A elegir no al más hábil, ni al más simpático, sino al más capaz de escuchar al Espíritu en medio del ruido. Tal vez por eso se celebra en silencio: porque el Espíritu no grita, sino que susurra. Y solo quien calla y reza puede oírlo.
A pesar de ello, nunca faltarán los escépticos que, con ironía o sinceridad, cuestionen la existencia de la llama divina que ilumina el caminar de la Iglesia. Lo hacen desde una perspectiva puramente materialista, que no ve más allá del interés práctico, y consideran el cónclave una operación política más que un acto espiritual. Pero incluso en medio de las maniobras, de las tensiones culturales, de los equilibrios geográficos y las presiones políticas, la Iglesia insiste: el Espíritu actúa. No impone, pero inspira. No fuerza, pero ilumina.
Esto no es ingenuidad. Es fe. Y también realismo. De otro modo, no se podría entender cómo una comunidad sostenida por hombres frágiles y marcados por sus propias contradicciones ha seguido viva, fecunda y universal durante más de veinte siglos, sin otra garantía que la promesa de Aquel que dijo: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
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