Estamos acostumbrados a ver estos vehículos en las grandes solemnidades, alfombras rojas y bodas de alcurnia. A lo largo del mes de mayo también las podemos encontrar en la puerta de modestas parroquias de barrio y, posteriormente, en los alrededores de ventas y restaurantes domingueros. Se trata de utilizarlas como medio de transporte para la primera comunión de tiernos infantes de ocho años.
Aun recuerdo como hace ya muchos años, algunas familias alquilaban un coche de caballos para desplazar al neo comulgante a casa de los familiares que no habían podido asistir a la ceremonia a fin de conseguir el ansiado “billetito” a cambio de una estampita.
Hoy ya no se dan a los comulgantes billetes de 20 duros, sino viajes a Disney, relojes, teléfonos móviles, ordenadores de última generación, consolas electrónicas y hasta cruceros. Todo ello tras empeñar la familia el sueldo de varios meses (o años) para culminar el “festorro” con una especie de rememoración de las bodas de Camacho. Familias completas ataviadas con vestimentas propias de una boda de alcurnia.
La buena noticia de hoy me la transmiten los propios niños y niñas que reciben la primera comunión. Se han preparado a fondo -con la ayuda de sus catequistas- a dar un paso importante en su vida como cristianos comprometidos. Han podido conocer la vivencia cristiana y la Iglesia con la que se encuentran. Mañana Dios dirá. Posiblemente les costará más trabajo vivir la “segunda comunión”, para la que no están excesivamente motivados por sus padres.
Desgraciadamente una ceremonia importante e íntima, se ha convertido en un acto social al que, a veces, le falta el sentido cristiano y que, en ocasiones, se transforma en una primera “lo que sea” civil. Nos movemos en la búsqueda a todo trance de conseguir un acontecimiento que iguale a creyentes y no creyentes, en aras de mantener un status social acorde con el mundo que nos rodea.
Añoro aquellas comuniones en la parroquia del barrio, seguidas de un chocolate con churros para los amigos, en la que el comulgando recogía una pequeña cantidad del dinero que, misteriosamente, se perdía en los bolsillos de la madre y que, posteriormente, se transformaba en unos zapatos de Segarra o una camisa nueva para el Corpus.
Hemos ganado en muchas cosas. Pero también hemos perdido otras. Echo de menos aquellos meses de mayo “con flores a María” de mi infancia y juventud, impensables en un mundo actual lleno de influencers y de tik-tok que te invitan a otras formas de vivir. Añoro la visión de familias endomingadas caminando por las calles mientras rodeaban a unos niños vestidos de comunión. Cosas de viejo.
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