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Opinión
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​Cultura MAGA y la batalla por el alma de Estados Unidos

“Politics is downstream from culture” —Andrew Breitbart
José Carlos Arroyo Muñoz
jueves, 14 de agosto de 2025, 17:40 h (CET)

Las políticas migratorias de Trump afectaron directamente a miles de latinoamericanos. Pero su verdadero legado es más profundo: un proyecto que busca borrar décadas de diversidad en nombre de una identidad única. ¿Cómo llegó EE.UU. a esta batalla por su alma? Para quienes hemos observado la política estadounidense durante varias décadas, esta etapa de su historia parece sacada de un guion cinematográfico o de una novela distópica. Son muchos los frentes que ha atacado Donald J. Trump en su segunda administración presidencial: económicos, diplomáticos y geopolíticos. Sin embargo, el gran detonante —el imán que ha atraído a las masas a comprar todo su paquete de reformas— ha sido esa combinación sociocultural que se ha denominado la “guerra cultural”, los choques o conflictos ideológicos y sociales que enfrentan diferentes visiones sobre valores, identidad y moralidad en Estados Unidos. Ese fue el gancho y, por cierto, fruto de una deliberación precisa.


De Lincoln a Trump: la mutación del Partido Republicano


Las condiciones que hicieron fértil el terreno para que prosperara esa estrategia están enquistadas en la historia misma de la nación y estallaron en crisis —como veremos— en la segunda mitad del siglo XX. Desde hace décadas, el Partido Republicano ha sido una fuerza clave en la política estadounidense. Fundado con una causa moral —la oposición a la expansión de la esclavitud—, el partido de Lincoln ha transitado por múltiples transformaciones hasta llegar a un presente marcado por el nacionalismo, el populismo y la guerra cultural. Este escrito no pretende recorrer cada etapa en detalle con rigor académico, sino ofrecer una mirada somera pero crítica sobre cómo la inmigración, la religión, la cultura y la diversidad han sido absorbidas, manipuladas o combatidas por el Partido Republicano en su evolución reciente El Partido Republicano tradicionalmente unificó el conservadurismo fiscal, la defensa fuerte, los valores tradicionales y las políticas pro-empresariales, construyendo una alianza de votantes suburbanos, rurales y religiosos. El ascenso de Trump trastornó esta ortodoxia al introducir elementos populistas, nacionalistas y anti-establishment, forjando una coalición que transformó fundamentalmente el mensaje, las prioridades y la identidad política del partido.


De los años sesenta a la contienda cultural


Para entender la cultura MAGA (Make America Great Again) —el conjunto de valores, narrativas y políticas promovidas por dicho movimiento, con énfasis en el nacionalismo y la nostalgia por un pasado idealizado— hay que volver a dos momentos fundamentales de la década de 1960: la aprobación del Civil Rights Act en 1964 y la reforma migratoria de 1965. El primero puso fin, al menos legalmente, a la segregación racial en Estados Unidos. El segundo, la Immigration and Nationality Act, desmanteló el sistema de cuotas que favorecía a inmigrantes europeos y abrió las puertas a la llegada de personas de Asia, África y América Latina. Es decir, en un lapso de pocos años, Estados Unidos comenzó a transformarse en lo que hoy conocemos: una sociedad plural, racialmente diversa y culturalmente compleja, con aspiraciones a ser un crisol multicultural. Y ese cambio —aunque impulsado por leyes justas y necesarias— provocó una reacción profunda en ciertos sectores que no querían ver alterado el perfil blanco, cristiano y anglosajón del país. Fue en ese contexto que el Partido Republicano empezó a redefinir su estrategia. La llamada “Estrategia del Sur” consistió en captar a los votantes blancos del sur, molestos con el avance de los derechos civiles y con la nueva dirección del Partido Demócrata. Así comenzó el viraje cultural e identitario que, con los años, desembocaría en MAGA.


Religión, resentimiento y el terreno fértil del conservadurismo


En los años ochenta, Ronald Reagan ofreció una narrativa atractiva: una América moral, fuerte, económicamente liberal y espiritualmente cristiana. La alianza con la derecha evangélica fue estructural y vinculante. Se construyó una visión del país en la que el pecado no era la pobreza o la injusticia, sino el aborto, la homosexualidad o la pérdida de autoridad masculina. La diversidad, cuando se aceptaba o se toleraba, era con condiciones; o sencillamente se rechazaba con cierto recato. Para comprender las raíces de esta corriente ideológica, resulta fundamental examinar el paleoconservadurismo de Pat Buchanan (asesor de Nixon y Reagan), figura que protagonizó diversas contiendas presidenciales. Su perspectiva política anticipó posturas que hoy caracterizan a sectores del Partido Republicano: una resistencia decidida ante los flujos migratorios —particularmente los de origen latinoamericano— y una oposición constante a conquistas sociales alcanzadas por minorías y por las mujeres. La política de William J. Clinton, conocida como “Don’t Ask, Don’t Tell”, permitió a estadounidenses homosexuales servir en el ejército si ocultaban su orientación, pero los excluía si la declaraban abiertamente; junto con otras medidas de apertura a la alteridad, abrió grietas profundas. Más adelante, en la era de MAGA, a ese conjunto de cambios se le etiquetó despectivamente como “cultura woke”. Las guerras culturales se intensificaron entonces, con ataques al feminismo, a los movimientos LGBTQ+, al arte considerado “blasfemo” y a las universidades. La religión organizada entró al terreno político no como guía moral, sino como actor que reclamaba poder en el ruedo público. Ese poder se consolidó con la llegada del Tea Party y, luego, con Trump.


Trump: espectáculo, poder y reacción


La llegada de Barack Obama al poder fue leída por muchos como un punto de no retorno. Sus detractores explotaron su segundo nombre, “Hussein”, como señuelo identitario. Un presidente negro, hijo de inmigrante africano, con nombre árabe y educado en universidades de élite… fue, para sectores conservadores, el símbolo de un país que ya no reconocían. Trump no trajo ese resentimiento: le dio voz, lo canalizó y lo convirtió en una narrativa atractiva para ciertos segmentos de la sociedad estadounidense, especialmente entre votantes blancos sin título universitario que se sentían abandonados en una sociedad posindustrial. Su consigna “Make America Great Again” fue más que una frase: fue un grito de guerra contra ese Estados Unidos más diverso, más urbano, más joven, menos blanco; es decir, contra el mosaico. La política migratoria de su gobierno —el muro, las redadas, el veto a países musulmanes, la separación de familias— no fue solo una política de frontera. Fue una declaración de identidad al estrechar la visión de quién es, o no, un componente legítimo de la nación. Y todo eso se convirtió en programa político con el Proyecto 2025: una hoja de ruta, el guion maestro para el segundo mandato de Trump, coordinada desde la Heritage Foundation, uno de los think tanks más influyentes de la derecha estadounidense. Ya no se trata solo de ganar elecciones: se trata de reconfigurar el Estado y sus instituciones para consolidar una nueva hegemonía cultural.


Censura, dirigismo y la cruzada contra la diversidad


Lo que está ocurriendo en Estados Unidos va más allá de una simple oscilación política. No se trata únicamente de una nueva ola conservadora: es un intento deliberado de imponer una cultura homogénea, cuidadosamente controlada, donde lo patriótico, lo blanco, lo heterosexual y lo cristiano se erigen como norma incuestionable. Esta transformación cultural se articula desde arriba, desde los centros de poder, y se despliega en múltiples frentes: se recortan ayudas universitarias y se interviene en los centros académicos; se reducen los fondos de investigación; se censuran libros en bibliotecas; se presiona a los museos para que ajusten sus narrativas; y se desmantelan los programas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI). Lo que se busca no es solo controlar el presente, sino también reescribir el pasado y blindar el futuro. Se quiere dejar claro que, cuando Thomas Jefferson plasmó en la Declaración de Independencia que “todos los hombres son creados iguales”, no hablaba de todos. Ese privilegio de igualdad estaba reservado para algunos, condicionado por la raza, el género y el poder. Este dirigismo cultural equipara la diversidad con decadencia. No es casualidad que figuras como Steve Bannon, quizá el ideólogo más prominente de este movimiento, hayan leído y promovido ideas del tradicionalismo integral o del “perennialismo” más extremo, donde la historia no avanza sino que decae; donde todo lo moderno es sospechoso; donde el ideal es volver a un orden jerárquico, espiritual y excluyente.


Silicon Valley, contradicciones e inmigrantes selectos


Y lo curioso —por no decir irónico— es que muchos de los arquitectos de esta cruzada —miembros importantes de la coalición MAGA— no representan precisamente al votante blanco promedio. Elon Musk —ahora desafecto con el movimiento y amenazando con crear uno nuevo— es sudafricano. Peter Thiel nació en Alemania. Ambos son inmigrantes, y Thiel es un hombre gay, al igual que Scott Bessent, secretario del Departamento del Tesoro; esto, en un movimiento que ha librado una cruzada contra los inmigrantes y contra la comunidad no heterosexual. Pero eso no importa cuando el objetivo es otro: moldear el sentido común desde el capital, la tecnología y la comunicación. Trump sabe que, si controla el ambiente cultural —si impone miedo, si cambia el discurso, si convierte la diferencia en amenaza, en enemigo interno—, ya ha ganado la mitad de la batalla.


Conclusión: el alma de EE. UU. en disputa


La cultura MAGA es un proyecto cuidadosamente diseñado. No es improvisado —a pesar de los exabruptos de Trump—, y Steve Bannon ha tenido muy claro —desde antes de que Trump entrara en escena— que la cultura y la política van cogidas de la mano. Este movimiento populista busca reescribir lo que significa ser estadounidense en pleno siglo XXI. Y lo hace a través del miedo, del espectáculo, del castigo y del culto a una grandeza pasada que, en realidad, fue una trágica ficción para unos, construida a expensas de la subordinación de otros. Lo que comenzó con leyes que ampliaban derechos —reivindicaciones que abrían puertas, como el Civil Rights Act y la reforma migratoria de 1965— hoy se enfrenta a un adversario que toma forma de nostalgia reaccionaria. Porque el verdadero problema de MAGA no es solo con los inmigrantes: es con la idea misma de E pluribus unum, la noción de que Estados Unidos tiene cabida para todos.

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