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La interioridad: camino hacia la contemplación y la verdad

Es la clave para descubrir el sentido de nuestra existencia, el acceso a la verdad y al amor que nos habita
Llucià Pou Sabaté
jueves, 6 de febrero de 2025, 09:00 h (CET)

En una sociedad dominada por el materialismo y la hiperconectividad, el ser humano corre el riesgo de perderse en la superficialidad de lo inmediato, olvidando su propio centro, su interioridad. Es urgente, entonces, recuperar la capacidad de volver sobre uno mismo, de mirar hacia adentro, de encontrarse con la verdad más profunda que nos habita. San Agustín, maestro de la interioridad, comprendió esta necesidad cuando escribió: “No salgas fuera, vuelve a ti mismo: en el hombre interior habita la verdad” (De vera religione, 39,72). Este retorno es un acto contemplativo, una búsqueda silenciosa de sentido, que nos permite descubrirnos en la luz de la verdad.


La interioridad como dimensión contemplativa


La contemplación no es solo un ejercicio intelectual ni una abstracción teórica; es una experiencia viva, una forma de conocimiento que integra el pensamiento, la voluntad y el amor. Contemplar es, en el sentido más agustiniano del término, ver con los ojos del alma, es reconocer que la luz que nos permite conocer la verdad no es nuestra, sino que proviene de lo alto. Es, en palabras de san Agustín, “iluminación” (De Trinitate, XIV,15,21), una presencia de la Verdad en nuestra mente que nos impulsa hacia el Bien.


Cuando contemplamos, no nos alejamos del mundo ni nos desconectamos de la realidad, sino que la penetramos con mayor profundidad. La interioridad nos enseña a ver lo invisible en lo visible, a descubrir el orden secreto de las cosas, a percibir la armonía oculta que da sentido a la existencia. No se trata de un simple análisis racional, sino de un conocimiento impregnado de amor y reverencia, como lo expresó Simone Weil: “la atención más pura es la forma más alta del amor”.


Superar la dualidad: La síntesis entre acción e interioridad


A lo largo de la historia, la tradición occidental ha oscilado entre la primacía de la contemplación y la supremacía de la acción. En los primeros siglos del cristianismo, se exaltaba la vida contemplativa como el ideal más alto, frente a la vida activa. Sin embargo, en la modernidad, bajo la influencia del racionalismo y el utilitarismo, la contemplación fue marginada, vista como algo improductivo. San Agustín, en cambio, supo integrar ambas dimensiones: contemplar no es rechazar el mundo, sino vivir en él con profundidad, desde una mirada transformada.


La imagen de Marta y María en el Evangelio ilustra bien esta tensión. Marta representa la acción, el servicio, mientras que María encarna la contemplación, la escucha atenta. Pero san Agustín no opone ambas realidades, sino que las concilia: “Vive como Marta con el espíritu de María”. En la interioridad, no se trata de huir del mundo, sino de habitarlo desde dentro, con una nueva visión, impregnada de eternidad.


Interioridad y libertad: La conversión del corazón


Si algo distingue el pensamiento de san Agustín es su comprensión de la libertad como un camino interior. La verdadera libertad no es hacer lo que se quiere, sino querer el Bien, elegir la Verdad, buscar a Dios en lo más profundo del alma. Por eso, la interioridad no es solo un ejercicio de autoconocimiento, sino una vía de transformación. No es casual que la gran conversión de san Agustín ocurriera en un acto de interioridad profunda, cuando, atormentado por sus pasiones y dudas, escuchó la voz que le decía “Toma y lee” (Confesiones, VIII,12,29), y encontró en la Escritura la luz que disipó sus tinieblas.


En este sentido, la interioridad es inseparable de la libertad. Un alma dispersa en lo exterior, agitada por deseos y temores, nunca será verdaderamente libre. Solo en el recogimiento interior podemos discernir nuestra verdadera identidad y abrirnos a la plenitud de la Verdad. No se trata de un aislamiento egoísta, sino de una liberación, de una ascensión hacia lo más alto de nosotros mismos, allí donde el alma y Dios se encuentran.


Interioridad y contemplación en un mundo superficial


El mundo contemporáneo, con su ritmo vertiginoso y su obsesión por la productividad, nos aleja del silencio y la profundidad. Todo se mide en términos de eficiencia, de utilidad inmediata, de impacto visible. En este contexto, recuperar la interioridad contemplativa es un acto de resistencia, una rebelión contra la dictadura de lo superficial.


Byung-Chul Han, en Vida contemplativa (2023), advierte sobre los peligros de una sociedad que ha perdido la capacidad de detenerse, de admirar, de escuchar. Necesitamos redescubrir el valor del silencio interior, del pensamiento pausado, del tiempo sin prisas. Como afirmaba Raimon Panikkar, la verdadera sabiduría consiste en aprender a habitar el tiempo con eternidad.


Pero la interioridad no significa pasividad. Un alma interiormente unificada transforma su entorno. La verdadera revolución comienza dentro de cada persona. Solo quien ha aprendido a vivir desde su centro, desde la unidad profunda de su ser, puede irradiar luz a su alrededor. Como decía san Agustín: “Hemos recibido durante esta peregrinación la certeza de ser ya hijos de la luz” (Confesiones, XIII,14,15).


Conclusión: La interioridad como camino a la plenitud


En última instancia, la interioridad no es un lujo ni un privilegio de unos pocos. Es la vocación de todo ser humano. Es la puerta de entrada a la contemplación, la clave para descubrir el sentido de nuestra existencia, el acceso a la Verdad y al Amor que nos habita. No se trata de evadir el mundo, sino de iluminarlo desde dentro. En un tiempo donde todo parece efímero, donde la prisa nos aleja de lo esencial, redescubrir la interioridad es un acto de lucidez y de resistencia.


Como san Agustín comprendió en su camino de conversión, la verdad no está fuera, sino en lo más íntimo del alma, donde Dios nos espera. Volver a la interioridad es, en definitiva, reencontrarnos con nuestra verdadera identidad, con la luz que nos habita y nos llama a la plenitud.

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