El franco-periodista Carlos Herrera presume de no tener pelos en la lengua. Suyos propios, es posible que no tenga, pero su lengua es un rancio pelucón cardenalicio. Él mismo, respondiendo a Federico Jiménez Losantos, admitió que no podía informar sobre ciertos asuntos sensibles para la Conferencia Episcopal, que es quien le paga las lentejas.
Un periodista no debe mentir y, ni mucho menos, presumir de una libertad pignorada y encorsetada que le vale para servir con lealtad a su patrón, pero que le reputa como mercenario de la propaganda y manipulador de la realidad publicada.
Un periodista que tiene que ocultar información pierde toda su credibilidad. De tal manera que no es difícil sospechar que Carlos Herrera, en la misma medida que calla, cuando habla puede mentir; y en más de una ocasión supimos que mentía. Exagerando un poco, si la información fuera medicina, la mitad de los españoles habría muerto envenenada al escucharlo.
Carlos Herrera nos está demostrando cómo es imposible la libertad de información en medios de comunicación privados dirigidos por franco-periodistas como él. Que no es responsabilidad de la propiedad del medio sino del periodista. Qué poco tardarían los medios privados en deponer su actitud manipuladora si no hubiera un solo periodista que se pareciera, en su actitud servil y claudicante, a Carlos Herrera.
Por lo demás, Carlos Herrera tiene todo el derecho del mundo a emocionarse con la Virgen de las Nieves (devoción que le durará lo que le dure su contrato con la COPE) o que sienta nostalgia del franquismo. Faltaría más, está en todo su derecho. Pero, si es incapaz de servir al periodismo de manera honorable, mejor que se quede en su casa. Al ágora se ha de acudir limpio de cuerpo y mente, la información veraz es un derecho fundamental de la ciudadanía y mancillarla, un crimen (o debería de serlo).