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Antonio Carrasco, Valladolid

La deshumanización que nos guía

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En un país, España, donde en los últimos tiempos las únicas certezas estables son la inseguridad jurídica y la arbitrariedad en la toma de decisiones de nuestros gobernantes, parece que está en proceso de incorporación una tercera: la deshumanización. Me refiero con esto al entusiasmo y la algarabía con las que, al parecer, los miembros del Gobierno, los partidos a los que representan y otros tantos que los apoyan han acogido la reciente recomendación del Parlamento Europeo respecto de introducir el aborto entre los derechos fundamentales que se deben incluir en las respectivas constituciones nacionales. 


Este asunto, naturalmente, podría enfocarse (y, de hecho, se hace con frecuencia) desde diversos puntos de vista, la mayor parte de ellos de índole emocional: el religioso, el sociocultural, el moral… Pero los argumentos esgrimidos desde dichas perspectivas podrían ser criticados, con fundamento, de parciales, de meras opiniones condicionadas por los principios y creencias de cada uno. Yo intentaré, a pesar de la dificultad intrínseca a un asunto indudablemente polémico −que divide a la sociedad en tres categorías, a veces irreconciliables: los denominados provida, los favorables al aborto y los indiferentes−, no proceder así en este artículo, sino ceñirme a lo genuinamente humano: la reflexión racional. 


Dicen los partidarios de considerar el aborto un derecho fundamental que tal medida sería justa, argumentando la libertad individual de la mujer −al parecer inalienable, por ser la gestante− de interrumpir por medios exógenos el embarazo. Todo ello, como es conocido, sobre la base de que lo que se forma en el útero no es un ser humano, por lo que, consecuentemente, no cabe, en ningún caso, equiparar el aborto con un asesinato. Siguiendo estos argumentos para conocer su posible validez, es decir, si son razonamientos lógicos o, en su caso, si son falacias impremeditadas −a saber, aparentes razonamientos lógicos con errores en el proceso racional− o, tal vez, falacias intencionadas −planteamientos ideológicos ajenos a la racionalidad que pretenden asentar un determinado pensamiento ficticio por medio de campañas propagandísticas−, no cabría sino concluir provisionalmente que lo que el cuerpo de una mujer embarazada porta es un cuerpo extraño, una suerte de tumor (benigno o maligno), que, cuando menos por molesto, debe ser extirpado, no solo por respeto al libre ejercicio de la voluntad de la mujer que se encuentre en semejante situación, sino, también, por sentido común: si tengo algo en mi organismo que le es ajeno, la prudencia aconseja eliminarlo. 


Pero, abundando en el mismo proceso supuestamente lógico, habría que asumir que la conclusión del embarazo no concebido como creación de un ser humano no implicaría como desenlace el nacimiento de un ser equiparable a un congénere, a un igual, sino el de un ente indeterminado, que, una vez expulsado del cuerpo de la mujer, carecería de relación con ella, en la medida en que se trata de algo que, en etapas previas, era beneficiosamente prescindible. 


Y, yendo más allá, se debería inferir que el proceso de gestación, conceptualmente, debería poder no ser considerado como un medio de reproducción de la especie, al menos parcialmente, dependiendo de la percepción de la gestante, que no, evidentemente, de la realidad verificable. 


Como puede observarse, resulta una evidencia que las “verdades culturales”, en la medida en que no se compadezcan con la realidad, cuando se emplean como base para construir principios sociales, podrán convertirse en tendencia, incluso imponerse como principios y hasta establecerse como axiomas en una comunidad; pero, en ningún caso, esto las convertirá en racionales, por lo que no serán sino asépticos ejercicios de deshumanización que nos van despojando de lo que nos caracteriza como especie: la conciencia de nuestra propia existencia, que se va progresivamente desdibujando, por pérdida paulatina de empatía, asimilándonos a cualquier otro objeto de la realidad material en una sociedad creciente y preocupantemente tecnificada en serie.

La deshumanización que nos guía

Antonio Carrasco, Valladolid
Lectores
miércoles, 17 de abril de 2024, 08:53 h (CET)

En un país, España, donde en los últimos tiempos las únicas certezas estables son la inseguridad jurídica y la arbitrariedad en la toma de decisiones de nuestros gobernantes, parece que está en proceso de incorporación una tercera: la deshumanización. Me refiero con esto al entusiasmo y la algarabía con las que, al parecer, los miembros del Gobierno, los partidos a los que representan y otros tantos que los apoyan han acogido la reciente recomendación del Parlamento Europeo respecto de introducir el aborto entre los derechos fundamentales que se deben incluir en las respectivas constituciones nacionales. 


Este asunto, naturalmente, podría enfocarse (y, de hecho, se hace con frecuencia) desde diversos puntos de vista, la mayor parte de ellos de índole emocional: el religioso, el sociocultural, el moral… Pero los argumentos esgrimidos desde dichas perspectivas podrían ser criticados, con fundamento, de parciales, de meras opiniones condicionadas por los principios y creencias de cada uno. Yo intentaré, a pesar de la dificultad intrínseca a un asunto indudablemente polémico −que divide a la sociedad en tres categorías, a veces irreconciliables: los denominados provida, los favorables al aborto y los indiferentes−, no proceder así en este artículo, sino ceñirme a lo genuinamente humano: la reflexión racional. 


Dicen los partidarios de considerar el aborto un derecho fundamental que tal medida sería justa, argumentando la libertad individual de la mujer −al parecer inalienable, por ser la gestante− de interrumpir por medios exógenos el embarazo. Todo ello, como es conocido, sobre la base de que lo que se forma en el útero no es un ser humano, por lo que, consecuentemente, no cabe, en ningún caso, equiparar el aborto con un asesinato. Siguiendo estos argumentos para conocer su posible validez, es decir, si son razonamientos lógicos o, en su caso, si son falacias impremeditadas −a saber, aparentes razonamientos lógicos con errores en el proceso racional− o, tal vez, falacias intencionadas −planteamientos ideológicos ajenos a la racionalidad que pretenden asentar un determinado pensamiento ficticio por medio de campañas propagandísticas−, no cabría sino concluir provisionalmente que lo que el cuerpo de una mujer embarazada porta es un cuerpo extraño, una suerte de tumor (benigno o maligno), que, cuando menos por molesto, debe ser extirpado, no solo por respeto al libre ejercicio de la voluntad de la mujer que se encuentre en semejante situación, sino, también, por sentido común: si tengo algo en mi organismo que le es ajeno, la prudencia aconseja eliminarlo. 


Pero, abundando en el mismo proceso supuestamente lógico, habría que asumir que la conclusión del embarazo no concebido como creación de un ser humano no implicaría como desenlace el nacimiento de un ser equiparable a un congénere, a un igual, sino el de un ente indeterminado, que, una vez expulsado del cuerpo de la mujer, carecería de relación con ella, en la medida en que se trata de algo que, en etapas previas, era beneficiosamente prescindible. 


Y, yendo más allá, se debería inferir que el proceso de gestación, conceptualmente, debería poder no ser considerado como un medio de reproducción de la especie, al menos parcialmente, dependiendo de la percepción de la gestante, que no, evidentemente, de la realidad verificable. 


Como puede observarse, resulta una evidencia que las “verdades culturales”, en la medida en que no se compadezcan con la realidad, cuando se emplean como base para construir principios sociales, podrán convertirse en tendencia, incluso imponerse como principios y hasta establecerse como axiomas en una comunidad; pero, en ningún caso, esto las convertirá en racionales, por lo que no serán sino asépticos ejercicios de deshumanización que nos van despojando de lo que nos caracteriza como especie: la conciencia de nuestra propia existencia, que se va progresivamente desdibujando, por pérdida paulatina de empatía, asimilándonos a cualquier otro objeto de la realidad material en una sociedad creciente y preocupantemente tecnificada en serie.

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