Si otros no paran de darnos la tabarra con la dichosa memoria histórica, uno también tiene derecho de vez en cuando a echar una miradita atrás. Este es un cuadro naif de mi infancia.
Cuando éramos niños, esperábamos con ilusión la llegada de uno de aquellos tres jueves que relucían más que el sol. Este, concretamente este, era muy especial. El día del Corpus servía como punto de partida del verano. Se abrían las heladerías de la época: Mira, Lauri, La Veneciana y algunas otras. Los niños estrenábamos la ropa de verano “la de los domingos”. Nos habían pertrechado con unas sandalias blancas de suela de “tocino” en Segarra, calzado que a lo largo del día perdían su albor al enredarse en las juncias y demás tiras vegetales que alfombraban las calles del recorrido de la procesión. Era reglamentario hacerse una foto familiar (alguna guardo todavía) ante el Monumento, erigido para el caso, ante la estatua de Larios. El fotógrafo tomaba nota del nombre de los retratados en una libreta de gusanillo y, previo pago de una señal, se comprometía a entregar las copias en aquél mismo lugar días después.
Las calles además de alfombradas estaban cubiertas por toldos. Unos rústicos trozos de muselina morena, cruzados por unos cordeles que se amarraban a los balcones de los segundos pisos, daban sombra, o por lo menos sensación de ella, a los participantes en la procesión, a los espectadores -que eran muchos más- y a la sufrida guarnición militar de Málaga, que cubría carrera. Tanto los “pisahormigas” del Regimiento de Infantería Aragón 17, como los “gurripatos” del Sector Aéreo, estaban formados a lo largo de las calles que recorría la procesión desde primera hora, con los consiguientes desmayos fulminantes, unos, fingidos para escaquearse (circunstancia que me consta), y otros, provocados por el calor, la ropa y el correaje (propios para asaltar trincheras un invierno en Moscú).
Era un día precioso. La gente lo disfrutaba, especialmente los niños. Confeccionábamos una porra de las tiras vegetales cogidas del suelo con la que terminábamos de convertir la ropa blanca en una especie de helado de menta y nata. Las niñas salían vestidas de comunión; de largo, si la habían tomado ese año y de corto, si había sido en años anteriores. (Las madres les habían acortado la falda oportunamente para aprovechar).
Los mayores vestían sus mejores galas. Los hombres, de traje y corbata, participaban dentro de la procesión. Los más significados de la Adoración Nocturna o de Acción Católica llevaban un palio de una forma poco garbosa. Su paso a duras penas coincidía con el del Obispo que transportaba la Custodia. Alrededor del Prelado desfilaba un enjambre de curas y seminaristas. La gente se arrodillaba al paso del Santísimo. Mientras, por una rustica instalación de sonido alguien entonaba, más bien desentonaba, las canciones propias del día y el suceso. Las mujeres, que habían presenciado el paso del Santísimo, se iban arracimando detrás del cortejo hasta llegar a la Catedral. Era un día grande.
Mi buena noticia de hoy se basa en que yo puedo contar esta imagen -recuperada de mis recuerdos- a mis nietos, aunque ya no haya tres jueves en el año que reluzcan más que el sol. Ahora tenemos que celebrar en Andalucía dos de ellas en domingo, (menos en Granada y Sevilla que han tenido más suerte). Las mentes pensantes y salvadoras de la patria son capaces de cargarse también el Jueves Santo. Entonces me quemaré a lo bonzo.
(Basado en una columna mía de hace años. Que ya pensaba lo mismo)
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