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En mis tiempos infantiles, cuando alquilábamos tebeos, nos encontrábamos en los mismos con un personaje singular: “El abuelo cebolleta"

​Una batallita

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Casi sin darnos cuenta, aquellos tiernos infantes de finales de los cuarenta nos hemos convertido –incluso físicamente- en una especie de abuelos cebolletas del siglo XXI. Sobre todo por nuestra tendencia a rememorar hechos y situaciones que vivimos –ay- hace demasiados años.

     

La catarata de noticias, recomendaciones y prohibiciones que recibimos cada día los conductores, me ha hecho rememorar la historia de los diversos vehículos con los que hemos convivido, a lo largo de nuestras dilatadas vidas, los pertenecientes a la generación que vengo a titular como la del “segmento de plata”. O quizás de cartón.

     

Mis primeros recuerdos pasan por la primera mudanza de mi vida. Acabábamos de venirnos toda la familia de Jaén a Málaga transportando aquellos enseres primordiales para el establecimiento de un nuevo domicilio. Aun veo a un mozo de cuerda provisto de un carrillo de mano (Lázaro se llamaba aquel predecesor de las mudanzas internacionales), del que tiraba por medio de una cuerda que le cruzaba el pecho y sin más ayuda que sus brazos.

      

Durante los años cincuenta los niños percheleros nos acercábamos a la cuesta del puente de Tetuán a presenciar la trabajosa subida de algunos vehículos que funcionaban con gasógeno. Aquellos viejos coches llevaban en su trasera una especie de cafetera humeante.

      

Mi primera experiencia a bordo de un automóvil consistió en un viaje veraniego a Jaén cuando tenía apenas diez años. Un amigo de mi familia nos llevó en su cuatro-cuatro a visitar a nuestros primos jiennenses. ¡Nos pusimos a 60 Km. por hora! Desde entonces y hasta los dieciocho años, fui un ferviente usuario de autobuses y tranvías malacitanos. A los 15 años descubrí el metro de Madrid y a los 18 años me convertí en conductor. Tuve la suerte de hacer las Milicias Universitarias en Caballería. Me inflé de conducir, jeeps, camiones y carros de combato. El paraíso.

    

Coches prestados, el R-8 familiar. Cualquier vehículo era acogido con ilusión. Pagábamos la gasolina a escote entre los amigos. 9.75 pesetas el litro. Posteriormente el primer 600 propio, después muchos coches y más de un millón de kilómetros recorridos. La mecánica ha ido variando: turbo, servo frenos, dirección asistida, etc. Ahora parece ser que los coches aparcan solos.

    

Pero han llegado los “supercicutas” ecologistas. Parece ser que los conductores somos una especie de envenenadores encubiertos que están acabando con la naturaleza. Han inventado los motores de agua, los híbridos, los eléctricos y los de pedales. Los patinetes asesinos y las bicicletas con motor. O sea, que hemos vuelto al vespino, la mobilette y la velo-solex. Totum revolutum en una especie de maremagnum de rotondas, carriles bici, peatonalización, etc. Nos cobran el combustible a dos euros el litro y los coches eléctricos aun salen más caros.

      

Creo que soy un candidato a la persecución por parte de todas las instituciones. Tengo un vehículo de gasoil con 12 años de vida y en perfecto uso. (Paso la ITV cada año sin ningún tipo de problema). Lo necesito, a veces, para desplazarme. Lo de ir andando a todas partes no está al alcance de mis posibilidades físicas. Me veo haciéndome de un carrito de inválido con motor (si no los prohíben por contaminar) y a ver donde lo aparcamos. Encima de todo, circular, aunque sea andando, por el centro de las ciudades, es una tarea casi imposible. Las terrazas de los bares y restaurantes así como los tenderetes de las tiendas de souvenirs nos dificultan mucho el desplazamiento por las calles por las que intentamos transitar.

     

Vamos a acabar autoexiliándonos en nuestro pequeño mundo, y a circular por el resto de los lugares a base de la realidad virtual. Que por cierto es poco real y marea.

    

Como verán, soy un auténtico abuelo “Cebolleta”. Recuerdos y añoranza. Por lo menos no contamino el ambiente. Pienso yo.

​Una batallita

En mis tiempos infantiles, cuando alquilábamos tebeos, nos encontrábamos en los mismos con un personaje singular: “El abuelo cebolleta"
Manuel Montes Cleries
jueves, 16 de febrero de 2023, 12:41 h (CET)

Casi sin darnos cuenta, aquellos tiernos infantes de finales de los cuarenta nos hemos convertido –incluso físicamente- en una especie de abuelos cebolletas del siglo XXI. Sobre todo por nuestra tendencia a rememorar hechos y situaciones que vivimos –ay- hace demasiados años.

     

La catarata de noticias, recomendaciones y prohibiciones que recibimos cada día los conductores, me ha hecho rememorar la historia de los diversos vehículos con los que hemos convivido, a lo largo de nuestras dilatadas vidas, los pertenecientes a la generación que vengo a titular como la del “segmento de plata”. O quizás de cartón.

     

Mis primeros recuerdos pasan por la primera mudanza de mi vida. Acabábamos de venirnos toda la familia de Jaén a Málaga transportando aquellos enseres primordiales para el establecimiento de un nuevo domicilio. Aun veo a un mozo de cuerda provisto de un carrillo de mano (Lázaro se llamaba aquel predecesor de las mudanzas internacionales), del que tiraba por medio de una cuerda que le cruzaba el pecho y sin más ayuda que sus brazos.

      

Durante los años cincuenta los niños percheleros nos acercábamos a la cuesta del puente de Tetuán a presenciar la trabajosa subida de algunos vehículos que funcionaban con gasógeno. Aquellos viejos coches llevaban en su trasera una especie de cafetera humeante.

      

Mi primera experiencia a bordo de un automóvil consistió en un viaje veraniego a Jaén cuando tenía apenas diez años. Un amigo de mi familia nos llevó en su cuatro-cuatro a visitar a nuestros primos jiennenses. ¡Nos pusimos a 60 Km. por hora! Desde entonces y hasta los dieciocho años, fui un ferviente usuario de autobuses y tranvías malacitanos. A los 15 años descubrí el metro de Madrid y a los 18 años me convertí en conductor. Tuve la suerte de hacer las Milicias Universitarias en Caballería. Me inflé de conducir, jeeps, camiones y carros de combato. El paraíso.

    

Coches prestados, el R-8 familiar. Cualquier vehículo era acogido con ilusión. Pagábamos la gasolina a escote entre los amigos. 9.75 pesetas el litro. Posteriormente el primer 600 propio, después muchos coches y más de un millón de kilómetros recorridos. La mecánica ha ido variando: turbo, servo frenos, dirección asistida, etc. Ahora parece ser que los coches aparcan solos.

    

Pero han llegado los “supercicutas” ecologistas. Parece ser que los conductores somos una especie de envenenadores encubiertos que están acabando con la naturaleza. Han inventado los motores de agua, los híbridos, los eléctricos y los de pedales. Los patinetes asesinos y las bicicletas con motor. O sea, que hemos vuelto al vespino, la mobilette y la velo-solex. Totum revolutum en una especie de maremagnum de rotondas, carriles bici, peatonalización, etc. Nos cobran el combustible a dos euros el litro y los coches eléctricos aun salen más caros.

      

Creo que soy un candidato a la persecución por parte de todas las instituciones. Tengo un vehículo de gasoil con 12 años de vida y en perfecto uso. (Paso la ITV cada año sin ningún tipo de problema). Lo necesito, a veces, para desplazarme. Lo de ir andando a todas partes no está al alcance de mis posibilidades físicas. Me veo haciéndome de un carrito de inválido con motor (si no los prohíben por contaminar) y a ver donde lo aparcamos. Encima de todo, circular, aunque sea andando, por el centro de las ciudades, es una tarea casi imposible. Las terrazas de los bares y restaurantes así como los tenderetes de las tiendas de souvenirs nos dificultan mucho el desplazamiento por las calles por las que intentamos transitar.

     

Vamos a acabar autoexiliándonos en nuestro pequeño mundo, y a circular por el resto de los lugares a base de la realidad virtual. Que por cierto es poco real y marea.

    

Como verán, soy un auténtico abuelo “Cebolleta”. Recuerdos y añoranza. Por lo menos no contamino el ambiente. Pienso yo.

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