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El recién estrenado Presidente Obama, ha declarado abiertamente que su intención no es otra que la de continuar apoyando el aborto.
La cultura de la muerte ya la ha abierto, eliminando el veto a las subvenciones a grupos proaborto en países de desarrollo.
Para ello tiene a la Senadora Clinton que estará encantada ya que ese era uno de sus programas electorales, si hubiese sido elegida. Ahora tendrá la oportunidad de ayudar materialmente a los países pobres, para que puedan practicar el aborto.
En lugar de erradicar la pobreza, erradican a los pobres (o a los que podrían serlo).
En un telegrama enviado al recién llegado presidente a la Casa Blanca, el Santo Padre le pide entre otros: "el respeto a la dignidad, la igualdad y los derechos de cada uno de sus miembros, especialmente los pobres, los marginados y los que no tienen voz".
Al parecer Barack Obama hace oídos sordos a Benedicto y a la mayoría de los ciudadanos que no están de acuerdo con esta decisión. Pero como siempre el negocio de los abortorios, prevalece, financiado, con el dinero de todos.
Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.
En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.
Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.
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