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La práctica de la acusación realizada con facilidad y abrazada sin ningún tipo de cuestionamiento por parte de una sociedad ha derivado en lo que suelen llamar “cacería de brujas”

Discutiendo la cultura del etiquetado moral

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"Cada vez que estés a punto de señalar un defecto en otra persona, hazte la siguiente pregunta: ¿Qué defecto en mí se parece al que estoy a punto de criticar?", -Marco Aurelio, Meditaciones-.


Hoy quisiéramos reflexionar en torno a un problema filosófico interpretado bajo la óptica de los estoicos y que consiste básicamente en la dificultad que representa aceptar la idea de que nadie hace algo malo a propósito, o que el mal proviene de la ignorancia. Cuando se trae esta discusión, siempre alguien sale ofendido o enojado. Veamos por qué.


Sócrates (470 a. C. - ib., 399 a. C.) sostenía que “sólo hay un mal, la ignorancia”. Sin embargo, si observamos la palabra griega “amathia”, que no necesariamente debe traducirse lineal y literalmente como “ignorancia”, sino más bien como la ignorancia propia del estúpido que, a pesar de ser letrado en ciertos campos del saber, decide voluntariamente suspender el juicio criterioso y prudente. El intelectualismo moral de Sócrates explicará que la gente hace cosas malas por falta de sabiduría (no por ignorantes de “no saber lo que están haciendo”), es decir, por no tener comprensión cabal de qué es lo correcto. La sabiduría, en al menos una de sus tantas definiciones, sería entonces el conocimiento de lo que es correcto y lo que no. Ahora bien, a pesar de explicar esto, la gente suele tomarlo bastante mal y se inclina generalmente a malinterpretarlo con falaces analogías que nos lleva a sostener que, por ejemplo, Hitler no fue “poco sabio”, en el sentido precedentemente señalado, sino que era malo y punto. Discutamos eso.


Generalmente sucede que la mayoría de la gente que hace “cosas malas”, no se dan cuenta que “están mal” haciéndolas. Veamos la figura del típico villano: se mira en el espejo y se pregunta ¿qué cosas malas puedo hacer hoy? Pues bien, aunque es reconfortante pensar que existen personas así, ya que nos daría una justificación racional (incorrecta) de un provisorio “por qué” del mal, es sin dudas una forma banal de esquivar el pensamiento profundo. Ni siquiera Hitler hacía eso frente al espejo, y lo sabemos porque tenía entre sus tantos hábitos, dejar plasmado por escrito lo que pensaba: él estaba convencido de que tenía razón tras el desprecio global que recibió Alemania al finalizar la Primera Guerra Mundial. En su acotado y mediocre pensamiento, indicó que uno de los culpables de la situación por la que atravesaba su nación era el pueblo judío y convirtió ese razonamiento distorsionado en una justificación para su actuar. En cierto sentido, logró convencerse a sí mismo y a gran parte de su pueblo (puesto que no llegó hasta donde llegó estando en soledad) que le estaba haciendo un gran favor a Alemania resolviendo “esos problemas”, que no son más que deducciones equivocadas de una mente enferma.


¿Se equivocó? Sin ninguna duda. ¿Deberían haberle relevado del cargo lo antes posible? Desde luego. ¿Hizo bien la humanidad en luchar contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial? Por supuesto. Pero, incluso hablando de maldad y, sobre todo de este nivel de maldad, si sólo juzgamos diciendo: “son malos y punto”, nos estamos negando a entenderles. Y si no entendemos por qué la gente hace el mal, no vamos a entender la próxima vez que suceda algo similar y vamos a cometer los mismos errores una y otra vez.


Otro ejemplo histórico puede ayudarnos a comprender la idea: cuando sucedieron los atentados del 11 de septiembre de 2001, otra mente magníficamente talentosa para argumentar equivocadamente y tomar decisiones en consecuencia, George W. Bush sostuvo: “nos odian porque somos libres”. Pues bien, detrás de tan bonito slogan, se esconden muchísimos motivos que llevaron a que sucedieran los ataques que marcaron un antes y un después en la historia de la era moderna: las políticas norteamericanas en Oriente Medio en las últimas décadas previas, la presencia de tropas americanas en Arabia Saudita y en terrenos considerados sagrados para los musulmanes, etcétera. Muchísimos motivos que jamás sostuvo un portavoz oficial de Estados Unidos, pero que tampoco justifican lo acontecido. En otras palabras, es claro que se pueden tener malos motivos para hacer ciertas cosas o tener buenos motivos y aun así terminar haciendo algo malo. El desprecio a Alemania al culminar la Primera Guerra Mundial se tornó “un buen motivo”; no querer tropas americanas en tu país también podría considerarse una “una buena motivación”, pero todo ello no significa que la respuesta correcta a esos problemas fuera el genocidio o un atentado terrorista.

Al poner continuamente la etiqueta de “malo”, lo que hacemos es deshumanizar a esas personas a la vez que nos estamos negando a intentar comprenderlas. 


Si no entendemos a los demás, nos chocaremos contra la misma pared incesantemente, justamente porque no desconocemos sus “motivos” o porque tal vez no sea conveniente que dichos motivos puedan contextualizarse y racionalizarse de alguna manera. Ante una situación que avizora la mínima epifanía de conflicto, responder cosas como “lo hacen porque son malos” es evitar completamente un esbozo de respuesta, puesto que poner etiquetas no se acerca jamás a la comprensión de una situación. Y si de poner etiquetas hablamos, nuestro tiempo presente es un gran representante en cuanto que, si hoy alguien dice algo cuestionable respecto a temas considerados “incuestionables” por el espíritu de la época, inmediatamente le ponemos el mote de racista, fascista, homofóbico, etc. En el camino etiquetador facilista, no entendemos nada, justamente porque se trata de una demostración de nuestra incapacidad de lidiar con una persona que no piensa exactamente lo mismo que yo, y mucho menos de entender, a pesar del desacuerdo, por qué piensa así.


Ante semejante panorama, Marco Aurelio (121- 180 D. C) nos dirá que tenemos dos opciones ante la gente que consideramos “malvada”: enseñarles, o soportarles. Siempre es recomendable intentar la primera: explicarle a la persona que su proceder no es correcto por los motivos correspondientes. Ahora bien, si educar no fuese posible, porque a muchas personas les gana la necedad propia del orgullo que produce la ignorancia petulante que grita “¡No tengo nada que aprender de ti ni de nadie!”, pues bien, será entonces necesario soportarlas.


En los casos puntuales en los cuales no se puede dar un acto de comprensión y corrección mediante la sabiduría, lo que se suele hacer es apartar de la sociedad a los ciudadanos cuyos comportamientos eran violentos o destructivos. En ese sentido, los estoicos no estaban en contra de usar la violencia en los casos en los que sea estrictamente necesario, siempre y cuando se considere dicho uso como “la última opción”. Podemos encontrar un paralelismo con la filosofía del cristianismo, el cual indica la máxima “odia al pecado, no al pecador”: la idea es similar en cuanto que lo que se busca no es perseguir a la persona, sino buscar los mecanismos para impedir que vuelva a reincidir en la distorsión del orden comunitario. Lo fundamental de esta idea, que subyace desde los estoicos, pasando por el cristianismo, y en cierto punto llega (distorsionado) a nuestros días, es la carga moral de la acusación constante como excusa para no solucionar los problemas reales.


La práctica de la acusación realizada con facilidad y abrazada sin ningún tipo de cuestionamiento por parte de una sociedad ha derivado en lo que suelen llamar “cacería de brujas”, que no es más que el estado en el que se encuentra una comunidad mediante el cual la simple acusación sin pruebas y su correspondiente sentencia sin juicio previo forman parte de la cotidianidad y de la naturalización de injusticias que gestan en sectores de la sociedad un profundo resentimiento. Acompañada la etiqueta fácil de sujetos que piensan de manera divergente al discurso hegemónico, la falsa denuncia avalada por un poder judicial y mediático y la práctica habitual del ciudadano común de atacar a las personas y nunca discutir lo que dichas personas argumentan (falacia ad hominem) no hace otra cosa que instalar un régimen autoritario que mientras victimiza al victimario, hunde al ostracismo a cualquiera que tenga el valor de decir amablemente: “no estoy de acuerdo contigo y éstos son mis argumentos”.

Discutiendo la cultura del etiquetado moral

La práctica de la acusación realizada con facilidad y abrazada sin ningún tipo de cuestionamiento por parte de una sociedad ha derivado en lo que suelen llamar “cacería de brujas”
Lisandro Prieto Femenía
miércoles, 7 de septiembre de 2022, 10:15 h (CET)

"Cada vez que estés a punto de señalar un defecto en otra persona, hazte la siguiente pregunta: ¿Qué defecto en mí se parece al que estoy a punto de criticar?", -Marco Aurelio, Meditaciones-.


Hoy quisiéramos reflexionar en torno a un problema filosófico interpretado bajo la óptica de los estoicos y que consiste básicamente en la dificultad que representa aceptar la idea de que nadie hace algo malo a propósito, o que el mal proviene de la ignorancia. Cuando se trae esta discusión, siempre alguien sale ofendido o enojado. Veamos por qué.


Sócrates (470 a. C. - ib., 399 a. C.) sostenía que “sólo hay un mal, la ignorancia”. Sin embargo, si observamos la palabra griega “amathia”, que no necesariamente debe traducirse lineal y literalmente como “ignorancia”, sino más bien como la ignorancia propia del estúpido que, a pesar de ser letrado en ciertos campos del saber, decide voluntariamente suspender el juicio criterioso y prudente. El intelectualismo moral de Sócrates explicará que la gente hace cosas malas por falta de sabiduría (no por ignorantes de “no saber lo que están haciendo”), es decir, por no tener comprensión cabal de qué es lo correcto. La sabiduría, en al menos una de sus tantas definiciones, sería entonces el conocimiento de lo que es correcto y lo que no. Ahora bien, a pesar de explicar esto, la gente suele tomarlo bastante mal y se inclina generalmente a malinterpretarlo con falaces analogías que nos lleva a sostener que, por ejemplo, Hitler no fue “poco sabio”, en el sentido precedentemente señalado, sino que era malo y punto. Discutamos eso.


Generalmente sucede que la mayoría de la gente que hace “cosas malas”, no se dan cuenta que “están mal” haciéndolas. Veamos la figura del típico villano: se mira en el espejo y se pregunta ¿qué cosas malas puedo hacer hoy? Pues bien, aunque es reconfortante pensar que existen personas así, ya que nos daría una justificación racional (incorrecta) de un provisorio “por qué” del mal, es sin dudas una forma banal de esquivar el pensamiento profundo. Ni siquiera Hitler hacía eso frente al espejo, y lo sabemos porque tenía entre sus tantos hábitos, dejar plasmado por escrito lo que pensaba: él estaba convencido de que tenía razón tras el desprecio global que recibió Alemania al finalizar la Primera Guerra Mundial. En su acotado y mediocre pensamiento, indicó que uno de los culpables de la situación por la que atravesaba su nación era el pueblo judío y convirtió ese razonamiento distorsionado en una justificación para su actuar. En cierto sentido, logró convencerse a sí mismo y a gran parte de su pueblo (puesto que no llegó hasta donde llegó estando en soledad) que le estaba haciendo un gran favor a Alemania resolviendo “esos problemas”, que no son más que deducciones equivocadas de una mente enferma.


¿Se equivocó? Sin ninguna duda. ¿Deberían haberle relevado del cargo lo antes posible? Desde luego. ¿Hizo bien la humanidad en luchar contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial? Por supuesto. Pero, incluso hablando de maldad y, sobre todo de este nivel de maldad, si sólo juzgamos diciendo: “son malos y punto”, nos estamos negando a entenderles. Y si no entendemos por qué la gente hace el mal, no vamos a entender la próxima vez que suceda algo similar y vamos a cometer los mismos errores una y otra vez.


Otro ejemplo histórico puede ayudarnos a comprender la idea: cuando sucedieron los atentados del 11 de septiembre de 2001, otra mente magníficamente talentosa para argumentar equivocadamente y tomar decisiones en consecuencia, George W. Bush sostuvo: “nos odian porque somos libres”. Pues bien, detrás de tan bonito slogan, se esconden muchísimos motivos que llevaron a que sucedieran los ataques que marcaron un antes y un después en la historia de la era moderna: las políticas norteamericanas en Oriente Medio en las últimas décadas previas, la presencia de tropas americanas en Arabia Saudita y en terrenos considerados sagrados para los musulmanes, etcétera. Muchísimos motivos que jamás sostuvo un portavoz oficial de Estados Unidos, pero que tampoco justifican lo acontecido. En otras palabras, es claro que se pueden tener malos motivos para hacer ciertas cosas o tener buenos motivos y aun así terminar haciendo algo malo. El desprecio a Alemania al culminar la Primera Guerra Mundial se tornó “un buen motivo”; no querer tropas americanas en tu país también podría considerarse una “una buena motivación”, pero todo ello no significa que la respuesta correcta a esos problemas fuera el genocidio o un atentado terrorista.

Al poner continuamente la etiqueta de “malo”, lo que hacemos es deshumanizar a esas personas a la vez que nos estamos negando a intentar comprenderlas. 


Si no entendemos a los demás, nos chocaremos contra la misma pared incesantemente, justamente porque no desconocemos sus “motivos” o porque tal vez no sea conveniente que dichos motivos puedan contextualizarse y racionalizarse de alguna manera. Ante una situación que avizora la mínima epifanía de conflicto, responder cosas como “lo hacen porque son malos” es evitar completamente un esbozo de respuesta, puesto que poner etiquetas no se acerca jamás a la comprensión de una situación. Y si de poner etiquetas hablamos, nuestro tiempo presente es un gran representante en cuanto que, si hoy alguien dice algo cuestionable respecto a temas considerados “incuestionables” por el espíritu de la época, inmediatamente le ponemos el mote de racista, fascista, homofóbico, etc. En el camino etiquetador facilista, no entendemos nada, justamente porque se trata de una demostración de nuestra incapacidad de lidiar con una persona que no piensa exactamente lo mismo que yo, y mucho menos de entender, a pesar del desacuerdo, por qué piensa así.


Ante semejante panorama, Marco Aurelio (121- 180 D. C) nos dirá que tenemos dos opciones ante la gente que consideramos “malvada”: enseñarles, o soportarles. Siempre es recomendable intentar la primera: explicarle a la persona que su proceder no es correcto por los motivos correspondientes. Ahora bien, si educar no fuese posible, porque a muchas personas les gana la necedad propia del orgullo que produce la ignorancia petulante que grita “¡No tengo nada que aprender de ti ni de nadie!”, pues bien, será entonces necesario soportarlas.


En los casos puntuales en los cuales no se puede dar un acto de comprensión y corrección mediante la sabiduría, lo que se suele hacer es apartar de la sociedad a los ciudadanos cuyos comportamientos eran violentos o destructivos. En ese sentido, los estoicos no estaban en contra de usar la violencia en los casos en los que sea estrictamente necesario, siempre y cuando se considere dicho uso como “la última opción”. Podemos encontrar un paralelismo con la filosofía del cristianismo, el cual indica la máxima “odia al pecado, no al pecador”: la idea es similar en cuanto que lo que se busca no es perseguir a la persona, sino buscar los mecanismos para impedir que vuelva a reincidir en la distorsión del orden comunitario. Lo fundamental de esta idea, que subyace desde los estoicos, pasando por el cristianismo, y en cierto punto llega (distorsionado) a nuestros días, es la carga moral de la acusación constante como excusa para no solucionar los problemas reales.


La práctica de la acusación realizada con facilidad y abrazada sin ningún tipo de cuestionamiento por parte de una sociedad ha derivado en lo que suelen llamar “cacería de brujas”, que no es más que el estado en el que se encuentra una comunidad mediante el cual la simple acusación sin pruebas y su correspondiente sentencia sin juicio previo forman parte de la cotidianidad y de la naturalización de injusticias que gestan en sectores de la sociedad un profundo resentimiento. Acompañada la etiqueta fácil de sujetos que piensan de manera divergente al discurso hegemónico, la falsa denuncia avalada por un poder judicial y mediático y la práctica habitual del ciudadano común de atacar a las personas y nunca discutir lo que dichas personas argumentan (falacia ad hominem) no hace otra cosa que instalar un régimen autoritario que mientras victimiza al victimario, hunde al ostracismo a cualquiera que tenga el valor de decir amablemente: “no estoy de acuerdo contigo y éstos son mis argumentos”.

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