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Gonzalo G. Velasco

"La Momia": La tumba del Emperador Dragón

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Cada vez que un plumilla de medio pelo como el menda se enfrenta a la ardua tarea (es un decir, claro) de escribir una crítica, resulta inevitable el plantearse la pertinencia o no de despejar la incógnita que todo aquel que lee una reseña cinematográfica desea que le respondan: ¿la película es buena o es mala? Y lo cierto es que sentar cátedra en términos absolutos muchas veces constituye una auténtica temeridad, pues es bien sabido, excepto tal vez por algunos informativos de cuyo nombre no quiero acordarme, que no hay nada absolutamente negro o blanco, sino que el color predominante es el gris. Pero también en esto, como en todo, existen excepciones. La Momia: la Tumba del Emperador Dragón, tercera y oportunista entrega de la taquillera saga inaugurada en 1999 por Stephen Sommers, es una de ellas. Negra como la brea, insulsa como lamer un canto rodado de río, y aburrida como una cita a ciegas entre Manuel de Oliveira e Isabel Coixet, podría tranquilamente erigirse en el metro de iridio y platino para delimitar la frontera entre los matices grisáceos de un film y la oscuridad total.

La historia, protagonizada por un Brendan Fraser cada vez más abotargado y una Maria Bello que no le llega ni a la suela de los zapatos en cuanto a carisma y poderío interpretativo a su antecesora, Rachel Weisz, es tan prescindible que, con decirles que trata de resucitar la franquicia retroalimentándose del éxito reciente (e inmerecido) de la horrenda Indiana Jones y El Reino de la Calavera de Cristal, bastaría para ponerla en su sitio. Pero es que además tenemos ahora tras las cámaras a Rob Cohen, un tipo que, no contento con tener en su currículo películas de esas que hablan por si solas como Pánico en el Tunel, xXx o Stealth: La Amenaza Invisible, es responsable directo del asilvestramiento progresivo de la juventud mundial por culpa de su obra cumbre A Todo Gas, el mayor monumento a la estulticia marrullera jamás creado por el hombre después de la ética y la estética del reggaeton.

Por ello, sobra decir que el retorno de los cazamomias no es más que una sucesión grandilocuente de luces, colores y movimientos sazonada con chistes inoperantes que los guionistas hilvanan como pueden en un Tulicrem poco selectivo donde tanto caben abominables hombres de las nieves, como eructos mal digeridos del cine de Zhang Yimou o, como ya he escrito, calcomanías narrativas muy cuestionables de la última y chirriante aventura del Doctor Jones. Todo ello mal ligado y con altas probabilidades de desencadenar diarrea mental a quienes no luzcan alerones en la parte trasera del coche o gusten de pavonearse por las discotecas de extrarradio en camisa bisbalera y/o de rejilla.

Ahora bien, como soy consciente de que a lo mejor me estoy extralimitando en mi juicio sobre una película que, después de todo, no tiene tanta trascendencia como para ensañarse así con ella, mencionaré, para finalizar, que, a pesar de lo dicho en los párrafos anteriores, La Momia: La Tumba del Emperador Dragón, irradia un atisbo titilante de luz dentro de la opacidad general de su pétreo corazón. Me refiero, como no, a la evidente lectura política que contiene bajo su trama de arqueología épica sobrenatural: un miedo poco disimulado hacia un país, China, que inquieta cada vez más al mundo occidental con independencia, (o puede que a causa de) sus fastos olímpicos. En este sentido, la momia encarnada por Jet Li revive las añejas suspicacias hacia el peligro amarillo que otrora habían supurado las películas de Fu-Manchú. Si dichas suspicacias responden a la realidad o no tendrán que decidirlo cada uno de ustedes por su cuenta. En lo que a mi respecta, y sin que sirva de precedente, me sumo a las protestas contra unas olimpiadas que, de ser coherentes con el espíritu fundacional del Barón Pierre de Coubertin, jamás deberían haberse celebrado, cosa que sabemos aquí, en la China popular, en el Tibet y, sorprendentemente, también en Hollywood.

"La Momia": La tumba del Emperador Dragón

Gonzalo G. Velasco
Gonzalo G. Velasco
viernes, 9 de enero de 2009, 05:26 h (CET)
Cada vez que un plumilla de medio pelo como el menda se enfrenta a la ardua tarea (es un decir, claro) de escribir una crítica, resulta inevitable el plantearse la pertinencia o no de despejar la incógnita que todo aquel que lee una reseña cinematográfica desea que le respondan: ¿la película es buena o es mala? Y lo cierto es que sentar cátedra en términos absolutos muchas veces constituye una auténtica temeridad, pues es bien sabido, excepto tal vez por algunos informativos de cuyo nombre no quiero acordarme, que no hay nada absolutamente negro o blanco, sino que el color predominante es el gris. Pero también en esto, como en todo, existen excepciones. La Momia: la Tumba del Emperador Dragón, tercera y oportunista entrega de la taquillera saga inaugurada en 1999 por Stephen Sommers, es una de ellas. Negra como la brea, insulsa como lamer un canto rodado de río, y aburrida como una cita a ciegas entre Manuel de Oliveira e Isabel Coixet, podría tranquilamente erigirse en el metro de iridio y platino para delimitar la frontera entre los matices grisáceos de un film y la oscuridad total.

La historia, protagonizada por un Brendan Fraser cada vez más abotargado y una Maria Bello que no le llega ni a la suela de los zapatos en cuanto a carisma y poderío interpretativo a su antecesora, Rachel Weisz, es tan prescindible que, con decirles que trata de resucitar la franquicia retroalimentándose del éxito reciente (e inmerecido) de la horrenda Indiana Jones y El Reino de la Calavera de Cristal, bastaría para ponerla en su sitio. Pero es que además tenemos ahora tras las cámaras a Rob Cohen, un tipo que, no contento con tener en su currículo películas de esas que hablan por si solas como Pánico en el Tunel, xXx o Stealth: La Amenaza Invisible, es responsable directo del asilvestramiento progresivo de la juventud mundial por culpa de su obra cumbre A Todo Gas, el mayor monumento a la estulticia marrullera jamás creado por el hombre después de la ética y la estética del reggaeton.

Por ello, sobra decir que el retorno de los cazamomias no es más que una sucesión grandilocuente de luces, colores y movimientos sazonada con chistes inoperantes que los guionistas hilvanan como pueden en un Tulicrem poco selectivo donde tanto caben abominables hombres de las nieves, como eructos mal digeridos del cine de Zhang Yimou o, como ya he escrito, calcomanías narrativas muy cuestionables de la última y chirriante aventura del Doctor Jones. Todo ello mal ligado y con altas probabilidades de desencadenar diarrea mental a quienes no luzcan alerones en la parte trasera del coche o gusten de pavonearse por las discotecas de extrarradio en camisa bisbalera y/o de rejilla.

Ahora bien, como soy consciente de que a lo mejor me estoy extralimitando en mi juicio sobre una película que, después de todo, no tiene tanta trascendencia como para ensañarse así con ella, mencionaré, para finalizar, que, a pesar de lo dicho en los párrafos anteriores, La Momia: La Tumba del Emperador Dragón, irradia un atisbo titilante de luz dentro de la opacidad general de su pétreo corazón. Me refiero, como no, a la evidente lectura política que contiene bajo su trama de arqueología épica sobrenatural: un miedo poco disimulado hacia un país, China, que inquieta cada vez más al mundo occidental con independencia, (o puede que a causa de) sus fastos olímpicos. En este sentido, la momia encarnada por Jet Li revive las añejas suspicacias hacia el peligro amarillo que otrora habían supurado las películas de Fu-Manchú. Si dichas suspicacias responden a la realidad o no tendrán que decidirlo cada uno de ustedes por su cuenta. En lo que a mi respecta, y sin que sirva de precedente, me sumo a las protestas contra unas olimpiadas que, de ser coherentes con el espíritu fundacional del Barón Pierre de Coubertin, jamás deberían haberse celebrado, cosa que sabemos aquí, en la China popular, en el Tibet y, sorprendentemente, también en Hollywood.

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