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Etiquetas | República | Dictadura | Democracia | Historia de España | Políticos españoles | Memoria
La República resultó ser una bendición para la ciudadanía toda, pues acabó de súbito con la pobreza ancestral que carcomía a la mayor parte de la población

Este cuento se ha acabado

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Cuentan que hubo una vez un rey muy tonto en España, cuyo número sucesorio ya no invitaba al optimismo. Tuvo que dejar el trono (hace de esto cerca de un siglo), porque el pueblo recorría sin descanso plazas y calles al grito de «¡Abajo la Monarquía! ¡Viva la República!». En tan asfixiante ambiente, se celebró una consulta popular para zanjar el asunto, y la Monarquía perdió por goleada en pueblos y ciudades de todo el orbe. Ante tan abrumador resultado, al humillado Rey no le quedó otra que dejar su puesto, y emigrar con enseres y familia lejos de su amada patria.


La República resultó ser una bendición para la ciudadanía toda, pues acabó de súbito con la pobreza ancestral que carcomía a la mayor parte de la población. También apuntaló la educación, sin atisbo de propaganda política, respetando siempre la enseñanza religiosa, tan popular y apreciada en la época. Paró en seco los intentos de ciertos energúmenos que ¡querían prender fuego a iglesias y bibliotecas! Respetó con tesón la libertad de prensa. Y, por supuesto, redactó rauda

una Constitución y una Ley de Defensa de la República, ambas refrendadas igualmente por amplias mayorías populares en las urnas. 


Apenas se tienen noticias de altercados sociales, porque el pueblo, sabedor de la honestidad de sus próceres políticos, estaba unido, ayudando al vecino y deseando lo mejor al prójimo, fuera este de derechas o de izquierdas. Con lo cual, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado apenas tuvieron tarea que realizar: si acaso ayudar a la viejecita de turno a cruzar la calle, la recogida de un paraguas olvidado en el parque, acompañar a casa al borrachín desubicado…


Nada cambió ni en lo político ni en lo social tras las primeras elecciones generales, dos años y medio después del inicio de aquella Arcadia Feliz. Ganó la hasta entonces oposición, y el cambio de Gobierno se produjo sin una palabra más alta que la otra, porque aquella clase dirigente era educada hasta en sus más nimios detalles: “Hoy gobiernas tú, y quizá mañana yo; deportividad ante todo, y el pueblo como árbitro”. En aquella balsa de aceite, pudiera afirmarse que el ciudadano raso era más colega que mero convecino. Las significaciones políticas de cada cual quedaban al margen en encuentros durante el paseo vespertino, en la sobremesa de domingo, o en la partida de cartas del casino.


Cierto es que al cabo de un año se produjo cierto episodio desagradable, algo así como una «revolución proletaria» ―cuatro gatos―, que además se arrepintieron al poco de sus locuras románticas, y de hecho se disculparon ante la nación a las pocas horas de su devaneo armado. Eso sí: los culpables de tan innecesaria asonada pagaron muchos años de cárcel, cosa lógica, si se piensa en cómo podía haber terminado aquello por el capricho de unos idealistas iletrados: quién sabe si hasta con muertos.


Total, que todo siguió color de rosa tras las elecciones siguientes, apenas unas semanas antes de cumplirse el quinto aniversario del Paraíso en la Tierra. Comicios invernales sin tacha ni sospecha, aceptados por ello con la deportividad que caracteriza a una comunidad fraterna. ¡Ni un mal insulto por la calle, oiga, ni un mal gesto en el cafetín!


Pero ya se sabe que el demonio dormita, pero no descansa, y si hay algo que le jode es la felicidad plena entre sus coetáneos: los españoles en este particular caso. Y eligió el Maligno a un general de reconocido prestigio profesional para su magna obra: de nombre Francisco, Paco en la intimidad del hogar. Belcebú debió de sorberle el cerebro a Francisco/Paco, y una mañana se levantó este iracundo y echando pestes contra la mitad de sus compatriotas, sin motivo ni razón que explicara tamaña enajenación sobrevenida. Fue entonces que dio un golpe de estado contra la festejada y límpida República, y aquello acabó como el Rosario de la Aurora (nunca mejor traído, pues era Paco devoto de misa diaria). 


Contra todo pronóstico inicial, el autoproclamado Generalísimo (¿ascendencia bilbaína?) va y gana la contienda, dejando tras de sí medio millón de muertos (toda gente admirable, como lo es cualquiera tras la visita de la Parca) y el país hecho un vertedero. La lucha entre la democracia púrpura y el totalitarismo negro se decantó a favor de este. Quizá algo tuvo que ver el malhadado destino.

El resto pueden imaginarlo: represión generalizada sin garantías judiciales, esclavismo cantero, exiliados de por vida, prohibición absoluta del uso de cualquier lengua vernácula en tierra de hórreos, caseríos y masías. 


Cuentan que durante aquellos siete lustros de pesadilla la gente moría de inanición en plena calle, que apenas se editaban libros diferentes a los afectos al régimen, que una vivienda digna era apenas sueño húmedo, que las vacaciones pagadas solo se veían en las pelis americanas. Con semejante panorama durante tanto tiempo, normal que a la muerte del dictador la España Una, Grande y Libre ocupase la cola de países subdesarrollados. Ni se entiende cómo llegó un solo españolito vivo a los años setenta, y menos aún que los jóvenes tuvieran ganas de guateques y demás relajos libertinos. Misterios de la vida.


Pero sabido es que Dios siempre está ahí, dispuesto a echar una mano, y trajo la Democracia, cimentada por los nunca suficientemente reconocidos partidos políticos, preñados estos de gente cabal y con gran habilidad gestora… y sobre todo honestos hasta el tuétano, su mayor virtud, incapaces de coger un billete de a cinco que no sea suyo. 


Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. O tal vez no…

Este cuento se ha acabado

La República resultó ser una bendición para la ciudadanía toda, pues acabó de súbito con la pobreza ancestral que carcomía a la mayor parte de la población
Kepa Tamames
miércoles, 4 de agosto de 2021, 08:30 h (CET)

Cuentan que hubo una vez un rey muy tonto en España, cuyo número sucesorio ya no invitaba al optimismo. Tuvo que dejar el trono (hace de esto cerca de un siglo), porque el pueblo recorría sin descanso plazas y calles al grito de «¡Abajo la Monarquía! ¡Viva la República!». En tan asfixiante ambiente, se celebró una consulta popular para zanjar el asunto, y la Monarquía perdió por goleada en pueblos y ciudades de todo el orbe. Ante tan abrumador resultado, al humillado Rey no le quedó otra que dejar su puesto, y emigrar con enseres y familia lejos de su amada patria.


La República resultó ser una bendición para la ciudadanía toda, pues acabó de súbito con la pobreza ancestral que carcomía a la mayor parte de la población. También apuntaló la educación, sin atisbo de propaganda política, respetando siempre la enseñanza religiosa, tan popular y apreciada en la época. Paró en seco los intentos de ciertos energúmenos que ¡querían prender fuego a iglesias y bibliotecas! Respetó con tesón la libertad de prensa. Y, por supuesto, redactó rauda

una Constitución y una Ley de Defensa de la República, ambas refrendadas igualmente por amplias mayorías populares en las urnas. 


Apenas se tienen noticias de altercados sociales, porque el pueblo, sabedor de la honestidad de sus próceres políticos, estaba unido, ayudando al vecino y deseando lo mejor al prójimo, fuera este de derechas o de izquierdas. Con lo cual, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado apenas tuvieron tarea que realizar: si acaso ayudar a la viejecita de turno a cruzar la calle, la recogida de un paraguas olvidado en el parque, acompañar a casa al borrachín desubicado…


Nada cambió ni en lo político ni en lo social tras las primeras elecciones generales, dos años y medio después del inicio de aquella Arcadia Feliz. Ganó la hasta entonces oposición, y el cambio de Gobierno se produjo sin una palabra más alta que la otra, porque aquella clase dirigente era educada hasta en sus más nimios detalles: “Hoy gobiernas tú, y quizá mañana yo; deportividad ante todo, y el pueblo como árbitro”. En aquella balsa de aceite, pudiera afirmarse que el ciudadano raso era más colega que mero convecino. Las significaciones políticas de cada cual quedaban al margen en encuentros durante el paseo vespertino, en la sobremesa de domingo, o en la partida de cartas del casino.


Cierto es que al cabo de un año se produjo cierto episodio desagradable, algo así como una «revolución proletaria» ―cuatro gatos―, que además se arrepintieron al poco de sus locuras románticas, y de hecho se disculparon ante la nación a las pocas horas de su devaneo armado. Eso sí: los culpables de tan innecesaria asonada pagaron muchos años de cárcel, cosa lógica, si se piensa en cómo podía haber terminado aquello por el capricho de unos idealistas iletrados: quién sabe si hasta con muertos.


Total, que todo siguió color de rosa tras las elecciones siguientes, apenas unas semanas antes de cumplirse el quinto aniversario del Paraíso en la Tierra. Comicios invernales sin tacha ni sospecha, aceptados por ello con la deportividad que caracteriza a una comunidad fraterna. ¡Ni un mal insulto por la calle, oiga, ni un mal gesto en el cafetín!


Pero ya se sabe que el demonio dormita, pero no descansa, y si hay algo que le jode es la felicidad plena entre sus coetáneos: los españoles en este particular caso. Y eligió el Maligno a un general de reconocido prestigio profesional para su magna obra: de nombre Francisco, Paco en la intimidad del hogar. Belcebú debió de sorberle el cerebro a Francisco/Paco, y una mañana se levantó este iracundo y echando pestes contra la mitad de sus compatriotas, sin motivo ni razón que explicara tamaña enajenación sobrevenida. Fue entonces que dio un golpe de estado contra la festejada y límpida República, y aquello acabó como el Rosario de la Aurora (nunca mejor traído, pues era Paco devoto de misa diaria). 


Contra todo pronóstico inicial, el autoproclamado Generalísimo (¿ascendencia bilbaína?) va y gana la contienda, dejando tras de sí medio millón de muertos (toda gente admirable, como lo es cualquiera tras la visita de la Parca) y el país hecho un vertedero. La lucha entre la democracia púrpura y el totalitarismo negro se decantó a favor de este. Quizá algo tuvo que ver el malhadado destino.

El resto pueden imaginarlo: represión generalizada sin garantías judiciales, esclavismo cantero, exiliados de por vida, prohibición absoluta del uso de cualquier lengua vernácula en tierra de hórreos, caseríos y masías. 


Cuentan que durante aquellos siete lustros de pesadilla la gente moría de inanición en plena calle, que apenas se editaban libros diferentes a los afectos al régimen, que una vivienda digna era apenas sueño húmedo, que las vacaciones pagadas solo se veían en las pelis americanas. Con semejante panorama durante tanto tiempo, normal que a la muerte del dictador la España Una, Grande y Libre ocupase la cola de países subdesarrollados. Ni se entiende cómo llegó un solo españolito vivo a los años setenta, y menos aún que los jóvenes tuvieran ganas de guateques y demás relajos libertinos. Misterios de la vida.


Pero sabido es que Dios siempre está ahí, dispuesto a echar una mano, y trajo la Democracia, cimentada por los nunca suficientemente reconocidos partidos políticos, preñados estos de gente cabal y con gran habilidad gestora… y sobre todo honestos hasta el tuétano, su mayor virtud, incapaces de coger un billete de a cinco que no sea suyo. 


Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. O tal vez no…

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Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto de la vida actual que parece extremadamente novedoso por sus avances agigantados en el mundo de la tecnología, pero cuyo planteo persiste desde Platón hasta nuestros días, a saber, la realidad virtual inmiscuida hasta el tuétano en nuestra cotidianidad y la posibilidad de que llegue el día en que no podamos distinguir entre "lo real" y "lo virtual".

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