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Acritud

Hasta el infinito y más allá
Francisco J. Caparrós
jueves, 31 de enero de 2019, 08:31 h (CET)

Jesusa es una de esas personas que se llevan consigo a la tumba la animadversión que cierto día, a raíz de una determinada situación adversa, comenzaron a sentir por alguien en particular, con razón o si ella, da igual. A la mínima oportunidad que se les presenta te lo demuestran, bien con un gesto, una mirada o, simple y llanamente, una palabra más alta que la otra. Vamos, que como corredoras de fondo no tendrían rival. Lástima que, con el físico que ha manejado siempre mi amiga, no disponga de mimbres para poder aspirar a serlo pues, en ese más que hipotético caso, yo sería el primero en animarla desde la grada.


Es algo mayor que yo, apenas unos meses es cierto, pero parece bastante más vieja. Será la ira contenida la que la está consumiendo por dentro y, por lo visto y brevemente descrito, también por fuera. La última conversación templada que mantuvimos ambos dos fue pocos días después de la muerte de mi añorado hermano. Me dio el pésame, y como mientras lo hacía puso una cara de circunstancias bastante lograda, yo, ni corto ni perezoso, me lo creí. Poco después se descubrió el pastel: Jesusa volvía nuevamente a las andadas.


Con independencia a lo vivido por un servidor durante estos dos últimos años de trabajo, en el departamento al que me asignaron con una excusa tan poco aclaratoria como la de optimizar los recursos humanos del ente público donde estoy empleado desde hace casi seis lustros, más bien poco agradables, la verdad es que siento lástima por la susodicha. Cierto es que no es agradable para quien lo sufre -a mi experiencia me remito-, pero también estoy convencido de que para la persona misma, la protagonista, esa situación de frustración constante tampoco tiene que se en absoluto agradable.


No les voy a sorprender, mucho me temo, si les digo que hay personas que están instaladas en un permanente estado de conflicto y que sin él no son capaces de estar a gusto, no sólo con el resto del mundo sino tampoco con ellas mismas. Las vemos a diario. Las más saben contenerse, el resto no. Lo malo es que los que no tienen más remedio que padecerlas, como es y ha sido para mí desde hace ya algo más de veinticuatro meses, y que no tienen más culpa que la de haberse cruzado con ellas, acaban seriamente tocados. Buen ejemplo de ello soy yo, mismamente, que en lugar de centrar el interés de esta columna en temas realmente tan sustanciosazos como importantes, lo hago mirándome al ombligo y entonando una plegaria que nadie muy probablemente atenderá.

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La vida, sobre todo cuando se dilata por el transcurso de los años, te somete a momentos en las que tienes que hacer de tripas corazón, asumirlos con dignidad o rendirte. También con una buena dosis de dignidad. El encuentro con las diversas situaciones de tu vida van deteriorando tu capacidad de encaje, entonces te llega el momento en que te planteas si vale la pena seguir luchando o dejarte llevar por la corriente que te rodea y vivir en paz el presente. Pero sin futuro.

En un tiempo donde lo que se aparenta muchas veces vale más que lo que se es, hay quienes han hecho del estatus su escudo, del apellido su bandera y del dinero un pedestal desde el que miran al resto, como si el mundo fuese un teatro de castas en el que ellos, por supuesto, ocupan siempre el primer plano. Es el culto a la vanidad, esa enfermedad silenciosa del alma que disfraza la humildad de altivez.

He de aclarar que, si alguna vez alguien me quiere envenenar, que no lo intente con una manzana. Prefiero el bizcocho de chocolate o las chocolatinas de menta, tal vez un trozo de pizza de pepperoni o unas sabrosas cigalas, pero una manzana, lo que se dice una manzana… no.

 
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