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Etiquetas | Política | GOBIERNO | PSOE
Poco más de cien días de gobierno socialista con el saldo de dos dimisiones y cuatro controversias cuyos protagonistas son otros dos ministros… ¡y el presidente!

El débil gobierno

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Arribó a la Moncloa tras una moción de censura un gabinete de gobierno feminista y progresista. Llegó la esperanza que desbancó al partido de la corrupción; al partido de la sentencia de la Gürtel. Toda la oposición —Ciudadanos, Coalición Canaria y los adláteres del PP en Navarra y Asturias nunca fueron oposición— se unieron para entronizar a Pedro Sánchez. Se sabe el resultado: éste confeccionó un Consejo de Ministros que brillaba por su innovación. El grueso de los españoles se sorprendió gratamente por la unión de personalidades tan completas y respetadas alejadas de la política como Pedro Duque, personalidades venidas del mundo de la comunicación como Máxim Huerta, personalidades que despertaban admiración en ambos lados del tablero como Marlaska, personalidades tan tecnócratas como Nadia Calviño, socialistas que despertaban simpatía en todos los flancos —menos en el independentista— como Borrell… Y bañado por una presencia femenina que superaba a la masculina con nombres propios como Delgado. Por supuesto, previo pago de los impuestos a los barones, como Montero, y con su guardia pretoriana, como Robles o Ábalos.


El sueño languideció demasiado pronto. Una semana después, Máxim Huerta dimitía. ¿El motivo? Había creado una sociedad —legal, sí— con el presunto propósito de mitigar su obligación como contribuyente. Antes de eso, habían descubierto en la amalgama de tweets que pacen en la selva de Internet que el ministro de cultura y deporte desdeñaba los deportes. Buen fichaje: con pena y sin gloria. Lo sustituyó José Girao; un tipo menos conocido pero con una extensa y nutrida trayectoria que lo convierten, en estos tiempos de relampagueos de noticias, en un mejor ministro.


El 20 de julio, en las inminentes vacaciones que sucedieron a la moción de censura, Pedro Sánchez tomó un avión presidencial y abrió el aeropuerto de Castellón, cerrado a la sazón. ¿La razón? Su asistencia a un concierto. Se desató una oleada de críticas entre los que, aun con las vacaciones caniculares, la tentación de la piscina/playa/pueblo y la hartura política de los últimos meses, seguíamos pendientes del nuevo gobierno. Esto no hizo sino sonrojar a los que confiábamos en el nuevo ejecutivo y rearmar a sus opositores. Después, ya se sabe: Casado se impuso en el PP y Sánchez comenzó con su purga del Valle de los Caídos.


Recién estrenado el curso, una nueva ministra protagonizó un nuevo atropello a la decencia que esperamos de nuestros representantes públicos. Según se averiguó, Carmen Montón, la responsable de Sanidad, había adquirido un máster con unos privilegios insoportables para el común de los estudiantes. La arrinconaron los medios, y dimitió. Una reproducción del caso Cifuentes sin llegar a publicar hurtos en el Eroski. Luego, se desató una oleada de desprestigio contra la URJC y la universidad pública en general —Colau y sus desafortunadas declaraciones sobre la posibilidad de que su licenciatura en la Universidad de Barcelona concluyera—. A Carmen Montón la sucedió maría Luisa Carcedo.

Ahora, reinan tres casos más. El caso de la tesis del doctor Pedro Sánchez, en el que el presidente ha tardado en responder con fuerza, desenlazándolo bien —la verdad sea dicha—: publicándola a ojos de todos. No obstante, minuciosos periodistas han advertido según qué irregularidades que el presidente y su colaborador achaca a la editorial. También, el caso de Dolores Delgado y su relación con las cloacas del Estado. Para mí, el caso más grave. Habría de dimitir por varias cuestiones; escojan la suya: por mentirosa —negó en todo momento su relación con Villarejo, hasta que se publicaron las grabaciones—, por actuar con tanta complacencia con semejante sujeto y los proyectos que le confesaba —la red de prostitución— o por homófoba —¿qué hubiera pasado si hubieran grabado a Esperanza Aguirre tildando de “maricón” a Maroto o Marlaska?—. Por último, esta semana nos sorprendía el Beckham del gabinete galáctico de Sánchez: Pedro Duque eludió impuestos al comprar un chalet en Jávea (Alicante) mediante la creación de una sociedad. ¿Les suena el caso? A mí sí: se parece al caso de Huerta. ¿Qué creen que declaró el hoy ministro de Ciencia e Innovación y mañana no sabemos qué cuando Huerta dimitió? Que el ex-ministro Huerta había actuado muy elegantemente. ¿Será él tan elegante como su ex-compañero?


Estamos ante un gobierno con síntomas de debilidad. Y la debilidad no nace por los casos de controversias nacidos entre sus miembros, sino porque los últimos casos no se han zanjado como los primeros: con la contundente dimisión. “En política, el perdón se conjuga dimitiendo”, apuntaba de forma muy elocuente Juan Carlos Monedero el 29 de octubre de 2014 en Twitter. Y es cierto. Creo que ya estamos hartos de soportar el lodazal de nuestros representantes públicos; y, desengañados de que no existe el político perfecto, al menos, que impere la decencia en forma de dimisión cuando ésta sea menester.  

El débil gobierno

Poco más de cien días de gobierno socialista con el saldo de dos dimisiones y cuatro controversias cuyos protagonistas son otros dos ministros… ¡y el presidente!
Marcos Carrascal Castillo
lunes, 1 de octubre de 2018, 08:26 h (CET)

Arribó a la Moncloa tras una moción de censura un gabinete de gobierno feminista y progresista. Llegó la esperanza que desbancó al partido de la corrupción; al partido de la sentencia de la Gürtel. Toda la oposición —Ciudadanos, Coalición Canaria y los adláteres del PP en Navarra y Asturias nunca fueron oposición— se unieron para entronizar a Pedro Sánchez. Se sabe el resultado: éste confeccionó un Consejo de Ministros que brillaba por su innovación. El grueso de los españoles se sorprendió gratamente por la unión de personalidades tan completas y respetadas alejadas de la política como Pedro Duque, personalidades venidas del mundo de la comunicación como Máxim Huerta, personalidades que despertaban admiración en ambos lados del tablero como Marlaska, personalidades tan tecnócratas como Nadia Calviño, socialistas que despertaban simpatía en todos los flancos —menos en el independentista— como Borrell… Y bañado por una presencia femenina que superaba a la masculina con nombres propios como Delgado. Por supuesto, previo pago de los impuestos a los barones, como Montero, y con su guardia pretoriana, como Robles o Ábalos.


El sueño languideció demasiado pronto. Una semana después, Máxim Huerta dimitía. ¿El motivo? Había creado una sociedad —legal, sí— con el presunto propósito de mitigar su obligación como contribuyente. Antes de eso, habían descubierto en la amalgama de tweets que pacen en la selva de Internet que el ministro de cultura y deporte desdeñaba los deportes. Buen fichaje: con pena y sin gloria. Lo sustituyó José Girao; un tipo menos conocido pero con una extensa y nutrida trayectoria que lo convierten, en estos tiempos de relampagueos de noticias, en un mejor ministro.


El 20 de julio, en las inminentes vacaciones que sucedieron a la moción de censura, Pedro Sánchez tomó un avión presidencial y abrió el aeropuerto de Castellón, cerrado a la sazón. ¿La razón? Su asistencia a un concierto. Se desató una oleada de críticas entre los que, aun con las vacaciones caniculares, la tentación de la piscina/playa/pueblo y la hartura política de los últimos meses, seguíamos pendientes del nuevo gobierno. Esto no hizo sino sonrojar a los que confiábamos en el nuevo ejecutivo y rearmar a sus opositores. Después, ya se sabe: Casado se impuso en el PP y Sánchez comenzó con su purga del Valle de los Caídos.


Recién estrenado el curso, una nueva ministra protagonizó un nuevo atropello a la decencia que esperamos de nuestros representantes públicos. Según se averiguó, Carmen Montón, la responsable de Sanidad, había adquirido un máster con unos privilegios insoportables para el común de los estudiantes. La arrinconaron los medios, y dimitió. Una reproducción del caso Cifuentes sin llegar a publicar hurtos en el Eroski. Luego, se desató una oleada de desprestigio contra la URJC y la universidad pública en general —Colau y sus desafortunadas declaraciones sobre la posibilidad de que su licenciatura en la Universidad de Barcelona concluyera—. A Carmen Montón la sucedió maría Luisa Carcedo.

Ahora, reinan tres casos más. El caso de la tesis del doctor Pedro Sánchez, en el que el presidente ha tardado en responder con fuerza, desenlazándolo bien —la verdad sea dicha—: publicándola a ojos de todos. No obstante, minuciosos periodistas han advertido según qué irregularidades que el presidente y su colaborador achaca a la editorial. También, el caso de Dolores Delgado y su relación con las cloacas del Estado. Para mí, el caso más grave. Habría de dimitir por varias cuestiones; escojan la suya: por mentirosa —negó en todo momento su relación con Villarejo, hasta que se publicaron las grabaciones—, por actuar con tanta complacencia con semejante sujeto y los proyectos que le confesaba —la red de prostitución— o por homófoba —¿qué hubiera pasado si hubieran grabado a Esperanza Aguirre tildando de “maricón” a Maroto o Marlaska?—. Por último, esta semana nos sorprendía el Beckham del gabinete galáctico de Sánchez: Pedro Duque eludió impuestos al comprar un chalet en Jávea (Alicante) mediante la creación de una sociedad. ¿Les suena el caso? A mí sí: se parece al caso de Huerta. ¿Qué creen que declaró el hoy ministro de Ciencia e Innovación y mañana no sabemos qué cuando Huerta dimitió? Que el ex-ministro Huerta había actuado muy elegantemente. ¿Será él tan elegante como su ex-compañero?


Estamos ante un gobierno con síntomas de debilidad. Y la debilidad no nace por los casos de controversias nacidos entre sus miembros, sino porque los últimos casos no se han zanjado como los primeros: con la contundente dimisión. “En política, el perdón se conjuga dimitiendo”, apuntaba de forma muy elocuente Juan Carlos Monedero el 29 de octubre de 2014 en Twitter. Y es cierto. Creo que ya estamos hartos de soportar el lodazal de nuestros representantes públicos; y, desengañados de que no existe el político perfecto, al menos, que impere la decencia en forma de dimisión cuando ésta sea menester.  

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Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.

En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.

Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.

 
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