MADRID, 4 (OTR/PRESS) Todos han escuchado o leído estos días la noticia: un médico del País Vasco, un referente en Cuidados Paliativos Pediátricos ha sido amonestado por asistir fuera del horario oficial a una niña de cuatro años en el final de su vida. A ella y a su familia. El horario del Servicio es de ocho de la mañana a tres de la tarde. Y si esos niños, o quien sea, sufre dolores terribles el resto del día se tienen que aguantar hasta la mañana siguiente. Durante trece años, este médico y su equipo han estado atendiendo a todas las horas y cuantas veces era necesario a esos niños emplazados a una muerte dolorosa. Asumiendo toda la responsabilidad y multiplicando su esfuerzo. Hasta ahora sus superiores miraban para otro lado -sin ninguna compensación, eso sí, sin ningún reconocimiento- pero lo permitían. Hasta ahora. No es de extrañar que este médico, enfadado, enrabietado y decepcionado, harto de dar cabezazos contra un muro, haya pedido una baja temporal. La posterior rectificación sobre el horario llega tarde. En España hemos regulado antes la eutanasia que los cuidados paliativos. Desde la aprobación de la ley, unas 300 personas hacen uso de ese derecho legal. Pero cada año, 200.000 personas mueren en nuestro país sin recibir cuidados paliativos, aunque sea de ocho a tres. Y 1.300 de ellos son niños. Aunque hace casi veinte años que se aprobó la Estrategia Nacional de Cuidados Paliativos, y aunque ha mejorado en los últimos años, en España apenas tenemos 450 Servicios Especializados, algunos sólo de ocho a tres. 0,96 equipos por cada cien mil habitantes que es menos de la mitad de lo recomendado y de lo que tienen países europeos similares al nuestro. Y no hablemos ya de la atención domiciliaria, muchas veces es más necesaria que la del hospital. La situación entre comunidades es, también, muy desigual: algunas están regular y otras muy mal, lo que genera desigualdades muy graves. Además del número, falla la formación porque los Cuidados Paliativos no están reconocidos como especialidad y solo 23 de las 53 Facultades de Ciencias de la Salud incluyen una asignatura de esta materia, en muchos casos sólo durante un trimestre o un cuatrimestre. No hay tampoco un estándar nacional de lo que es una unidad de Cuidados Paliativos, o un equipo de atención domiciliaria ni micho menos un protocolo de dolor extremo, como han propuesto algunos médicos, que active de forma rápida tofos los recursos para ofrecer a estos enfermos una alternativa a la eutanasia. La nuestra es todavía más una sociedad del descarte que del cuidado. No hablamos sólo de enfermos terminales, también de enfermos crónicos que padecen terribles dolores. Que se lo digan a los enfermos de ELA para los que se ha aprobado una ley pero sin dotarla de los recursos económicos mínimos ni para los enfermos ni para las familias, lo que es una burla. Y lo que necesitan los enfermos terminales o crónicos y sus familias son recursos, además de atención, apoyo sicológico y social. Como ha dicho Juan Carlos Unzúe, como dice desde hace años, Jordi Sabaté, "antes de una muerte digna, queremos una vida digna". No hay muerte digna, la dignidad está en las personas. Y es más digno para las personas acabar con su sufrimiento que con su vida. Eliminar los dolores, los físicos y los emocionales, antes que eliminar la vida. No ayudar a morir, ayudar a vivir dignamente hasta la muerte. Equipos suficientes y con dedicación completa, 24 horas al día, 7 días a la semana, 365 días al año. Hay que felicitar, apoyar y reconocer a estos sanitarios preparados, sensibles, cercanos, compasivos, que atienden y acompañan a los enfermos terminales y crónicos en, sin duda, la etapa más difícil de la vida. Ellos saben que la inmensa mayoría de los enfermos que reciben estos cuidados paliativos, sin encarnizamiento terapéutico, y también sus familias, afrontan el final de la vida de otra manera, con mayor serenidad y paz. Y hay que exigir a los políticos que hagan posibles unos cuidados paliativos de calidad para todos los enfermos y para sus familias, un imperativo ético y moral, un derecho irrenunciable por la propia evolución de la medicina y de la sociedad.
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