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Woody y su maestros

Midnight in Paris

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Cuando, como cada año, se estrena la nueva película de Woody Allen, parece resurgir el mismo e idéntico debate de los años anteriores, que por reiterativo –y educadamente plasta- me recuerda a lo que se dice cuando Madonna saca disco: “¡qué capacidad de reinventarse!”.











Reinventarse lo que se dice reinventarse, no es lo que hace Woody Allen, puede que haga incluso todo lo contrario, y de ahí que, anualmente, la crítica se pregunte: ¿está Woody Allen viejo? ¿es ésta una obra menor? ¿a cuál de sus otras películas se parece?

Sí, efectivamente, las películas de Allen, las de esta etapa tardía por lo menos, provocan una constante sensación de déjà vu, es más, causan la impresión de estar viendo los últimos capítulos de una serie –llámenlo filmografía- que empezó hace mucho tiempo, y que se ha mantenido fiel a un solo protagonista neurótico y a tres o cuatro temas y tramas principales. En este caso, Midnight in Paris bebe y dialoga con La rosa púrpura del Cairo, Todos dicen I love you o Vicky, Cristina, Barcelona, entre otras.

Con ésta última comparte el haber incluido el nombre de la ciudad donde se filma la película en el título de la misma, como estrategia de financiación. Y es que, otra cosa no, pero el viejo Woody es un tipo listo, tiene que serlo para seguir haciendo una película al año a su edad. Tanto en Barcelona como en París, se las ingenia estupendamente para ofrecer al público las estampas que éste espera ver de las ciudades – hasta espolvorea algún que otro cliché aquí y allá-, sin que ello le impida hacer el cine que le da la gana o sin aprovechar, como hace en este último film, la estampa bohemia parisina más al uso para hacer un repaso –personal y encantador y hasta completamente cautivador- de los artistas más significativos de la década de los años 20 y de la belle époque.

El protagonista, escritor interpretado por Owen Wilson, se debate entre las relaciones reales (concretamente la que mantiene con su novia, con la que está a punto de casarse), y las relaciones ideales pero imposibles (la iniciada con Marion Cotillard –bella entre bellas-, en el entorno de Hemingway, Picasso, Scott Fitzgerald o Buñuel), esas que acontecen en tiempos pasados que siempre consideramos mejores.

Y precisamente eso es lo que tal vez le ocurre al cine de Allen, y es que es insistentemente comparado con su propia belle époque, dejando que en ocasiones pasen desapercibidos bajo la falsa etiqueta de comedia ligera, films como Si la cosa funciona, que no solo era divertido y bello, sino incisivamente amargo.

Año tras año, Woody hace sus películas: Match Point, Scoop, Conocerás al hombre de tus sueños o El sueño de Cassandra. De vez en cuando le sale alguna redonda, como Midnight in Paris, pero en todas ellas no deja de demostrar la pervivencia de sus angustias a través del tiempo, así como sus poderosas ganas de seguir vivo y examinando a sus congéneres, a quienes adora y vapulea con la misma sabia claqueta, a sus setentayseis años.

Hace el cine que le gusta y que gusta a su público y se mantiene fiel a su sabor. Sigue teniendo cosas que decir, en realidad, muchas más que una gran parte del cine que hoy se exhibe, y sigue sabiendo como decirlas –aunque ya las haya dicho antes, por activa y por pasiva-. Personalmente, no me importa demasiado si se repite o se deja de repetir, mientras sepa –como sabe- fascinarnos con sus dilemas y pasiones.

La anualidad de la película de Woody Allen, además de un grato acontecimiento, es una salvaguarda de un humor en desuso, un faro que todos los años vuelve a estar en el mismo sitio, iluminando lo mejor de los tiempos pasados con la luz que Woody sigue emitiendo desde el presente.

Midnight in Paris

Woody y su maestros
Ana Rodríguez
viernes, 3 de junio de 2011, 09:02 h (CET)
Cuando, como cada año, se estrena la nueva película de Woody Allen, parece resurgir el mismo e idéntico debate de los años anteriores, que por reiterativo –y educadamente plasta- me recuerda a lo que se dice cuando Madonna saca disco: “¡qué capacidad de reinventarse!”.











Reinventarse lo que se dice reinventarse, no es lo que hace Woody Allen, puede que haga incluso todo lo contrario, y de ahí que, anualmente, la crítica se pregunte: ¿está Woody Allen viejo? ¿es ésta una obra menor? ¿a cuál de sus otras películas se parece?

Sí, efectivamente, las películas de Allen, las de esta etapa tardía por lo menos, provocan una constante sensación de déjà vu, es más, causan la impresión de estar viendo los últimos capítulos de una serie –llámenlo filmografía- que empezó hace mucho tiempo, y que se ha mantenido fiel a un solo protagonista neurótico y a tres o cuatro temas y tramas principales. En este caso, Midnight in Paris bebe y dialoga con La rosa púrpura del Cairo, Todos dicen I love you o Vicky, Cristina, Barcelona, entre otras.

Con ésta última comparte el haber incluido el nombre de la ciudad donde se filma la película en el título de la misma, como estrategia de financiación. Y es que, otra cosa no, pero el viejo Woody es un tipo listo, tiene que serlo para seguir haciendo una película al año a su edad. Tanto en Barcelona como en París, se las ingenia estupendamente para ofrecer al público las estampas que éste espera ver de las ciudades – hasta espolvorea algún que otro cliché aquí y allá-, sin que ello le impida hacer el cine que le da la gana o sin aprovechar, como hace en este último film, la estampa bohemia parisina más al uso para hacer un repaso –personal y encantador y hasta completamente cautivador- de los artistas más significativos de la década de los años 20 y de la belle époque.

El protagonista, escritor interpretado por Owen Wilson, se debate entre las relaciones reales (concretamente la que mantiene con su novia, con la que está a punto de casarse), y las relaciones ideales pero imposibles (la iniciada con Marion Cotillard –bella entre bellas-, en el entorno de Hemingway, Picasso, Scott Fitzgerald o Buñuel), esas que acontecen en tiempos pasados que siempre consideramos mejores.

Y precisamente eso es lo que tal vez le ocurre al cine de Allen, y es que es insistentemente comparado con su propia belle époque, dejando que en ocasiones pasen desapercibidos bajo la falsa etiqueta de comedia ligera, films como Si la cosa funciona, que no solo era divertido y bello, sino incisivamente amargo.

Año tras año, Woody hace sus películas: Match Point, Scoop, Conocerás al hombre de tus sueños o El sueño de Cassandra. De vez en cuando le sale alguna redonda, como Midnight in Paris, pero en todas ellas no deja de demostrar la pervivencia de sus angustias a través del tiempo, así como sus poderosas ganas de seguir vivo y examinando a sus congéneres, a quienes adora y vapulea con la misma sabia claqueta, a sus setentayseis años.

Hace el cine que le gusta y que gusta a su público y se mantiene fiel a su sabor. Sigue teniendo cosas que decir, en realidad, muchas más que una gran parte del cine que hoy se exhibe, y sigue sabiendo como decirlas –aunque ya las haya dicho antes, por activa y por pasiva-. Personalmente, no me importa demasiado si se repite o se deja de repetir, mientras sepa –como sabe- fascinarnos con sus dilemas y pasiones.

La anualidad de la película de Woody Allen, además de un grato acontecimiento, es una salvaguarda de un humor en desuso, un faro que todos los años vuelve a estar en el mismo sitio, iluminando lo mejor de los tiempos pasados con la luz que Woody sigue emitiendo desde el presente.

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