Durante la Edad Media, los cabildos catedralicios se convirtieron en auténticos núcleos de poder dentro de la Iglesia. La ausencia frecuente de los obispos, que rara vez residían en sus diócesis, hacía que fueran los cabildos quienes asumieran la gestión real de los asuntos eclesiásticos.
Su influencia llegaba tan lejos que, en numerosas ocasiones, tenían capacidad para intervenir en la elección de los prelados. Sin embargo, este margen de autonomía comenzó a limitarse tras el Cisma de Occidente, cuando la autoridad pontificia se reforzó y los cabildos perdieron parte de su protagonismo.
Pese a ello, seguían desempeñando un papel esencial en la vida política, social y económica de las ciudades. Controlaban el clero diocesano, mantenían estrechas relaciones con la nobleza urbana y con frecuencia eran actores influyentes en la vida pública. No faltan ejemplos ilustrativos, como el del obispo auxiliar fray Reginaldo Romero, que residía en la casa de Catalina de Ribera y Mendoza (sobrina y prima de los cardenales Mendoza), actual Palacio de Medinaceli.
Ya en el siglo XVI, algunos obispos sostenían que una reforma verdadera de la Iglesia debía pasar por reducir el poder de los cabildos y someterlos a la autoridad episcopal. El Concilio de Trento (1545–1563) proporcionó un marco jurídico para ello, aunque la reacción de los cabildos fue de resistencia activa. En Castilla, la oposición fue tan fuerte que el conflicto atrajo la atención tanto del Papado como de la propia Monarquía, interesada en mantener su dominio sobre la Iglesia sin conceder ventajas excesivas a Roma.
El papel de la Corona es un pulso entre obispos y cabildos al final del reinado de Carlos V, la documentación del Archivo General de Simancas nos ilustra porque allí se conservan cartas de comisarios reales que reflejan la estrategia seguida por el emperador.
Desarrollo del conflicto
Con la apertura del Concilio en 1545, los cabildos castellanos comenzaron a organizarse. El de Toledo propuso incluso la celebración de una reunión general, aunque la Corona lo prohibió. Mientras tanto, los obispos españoles defendían en Trento su derecho a ejercer plena jurisdicción sobre los cabildos y acabar con privilegios que, al ampararse en exenciones y en apelaciones a Roma, reducían su autoridad.
La Curia romana, sin embargo, no estaba dispuesta a renunciar a esas prerrogativas, pues reforzaban su control sobre las iglesias locales. Así, aunque en 1547 se autorizó a los prelados a visitar cabildos exentos, los legados papales limitaron la medida a casos de delitos graves no corregidos internamente y quedaron excluidas aquellas catedrales cuya exención se remontaba a su fundación.
Cabildos exentos
Un cabildo exento era un cabildo catedralicio o colegial que gozaba de exención jurisdiccional, es decir, que no estaba sometido a la autoridad ordinaria del obispo de la diócesis, sino que dependía directamente del Papa o de otra instancia superior. Tienen origen medieval, muchos obtuvieron su privilegio en la Edad Media, como recompensa por servicios a la Corona o por bula pontificia. Dependen directamente de Roma, al estar “exentos”, escapaban de la disciplina episcopal. El obispo no podía visitarlos ni controlar su vida interna sin autorización expresa de la Santa Sede. Tenían autonomía interna, administraban sus propios bienes, juzgaban ciertos conflictos dentro del cabildo y regulaban la vida de sus miembros sin intervención episcopal. Solían tener conflictos con los obispos, los prelados consideraban que la exención impedía la reforma del clero y debilitaba su autoridad, especialmente tras el Concilio de Trento, que reforzaba el papel episcopal en la cura de almas.
El Concilio de Trento (1545–1563) buscó limitar estas exenciones, insistiendo en que los obispos debían visitar y reformar todos los institutos eclesiásticos de sus diócesis.
Los cabildos exentos se resistieron, alegando que sus privilegios eran legítimos y estaban amparados por la tradición y por bulas papales.
En Castilla, recurrieron directamente a Roma para defenderse de las visitas episcopales, presentándose como guardianes de la autoridad pontificia frente a obispos apoyados por el Consejo de Castilla.
En ciudades como Burgos, León o Zamora, los canónigos exentos protagonizaron choques con sus obispos en los años 1550–1560, llegando a provocar encarcelamientos, apelaciones a Roma y la intervención directa de papas como Paulo IV.
En síntesis, los cabildos exentos eran cuerpos colegiados privilegiados, símbolo de la tensión entre autonomía capitular, autoridad episcopal y poder pontificio.
El poder regio como mediador
Esta ambigüedad dio lugar a un intenso debate: ¿qué iglesias quedaban bajo jurisdicción episcopal? Los cabildos aprovecharon la confusión para buscar una interpretación favorable, pero el Consejo de Castilla les prohibió remitir peticiones a Trento. La suspensión del Concilio en 1548, fruto también de las tensiones entre Carlos V y Paulo III, congeló momentáneamente el conflicto.
En los años siguientes, los obispos intentaron ejercer autoridad, pero se toparon con cabildos que alegaban derechos “inmemoriales”. La postura del emperador fue calculadamente ambigua: deseaba limitar privilegios locales que escapaban a su control, pero también evitaba fortalecer en exceso la influencia romana.
Cuando el concilio se reanudó en 1551, el asunto volvió a encenderse. La mayoría rechazó eliminar por completo las exenciones y el decreto de la sesión XIV solo reforzó la obligación de residencia episcopal y la capacidad de corregir al clero secular en determinados casos. Las exenciones perpetuas, en cambio, permanecieron intocables.
La interrupción de 1552 no impidió que se instara a los monarcas católicos a aplicar lo acordado. Esta vez, Carlos V ordenó cumplir los decretos y algunos obispos volvieron a sus diócesis con determinación renovada. La respuesta de los cabildos fue formar una alianza de defensa común, designando como representante al canónigo Agustín Cado, de Burgos, con misión ante Roma.
El enfrentamiento entre cabildos y obispos en tiempos de Carlos V no puede entenderse únicamente como un choque interno de la Iglesia. Fue, en realidad, un pulso a tres bandas en Roma, la monarquía hispánica y las instituciones eclesiásticas locales.
Diplomacia eclesiástica
El concilio proporcionó las herramientas para reforzar el poder episcopal, pero su aplicación se topó con resistencias capitulares, vacilaciones de la Corona y la propia estrategia del Papado. El resultado fue un conflicto prolongado que alcanzó momentos de gran tensión en Segovia, Calahorra, Burgos, Pamplona, Zamora, León, Astorga, Oviedo y Sevilla, con sanciones, excomuniones y destierros.
Mientras algunos prelados, como Pedro La Gasca en Palencia, supieron manejar la situación con diplomacia, otros, como Bernal Díaz de Luco en Calahorra, llegaron a excomulgar a cabildos enteros.
La Monarquía, por su parte, osciló entre imponer disciplina y contener la injerencia papal, reflejando la delicada negociación de poderes de la época.
La intervención de Roma, con los breves de Julio III en 1554, no zanjó la cuestión, sino que añadió más fricción. El Consejo de Castilla desobedeció las órdenes pontificias, defendiendo la autoridad regia frente a los privilegios históricos de los cabildos. Como señalaba el presidente del Consejo, Antonio de Fonseca, aquel tiempo obligaba a “luchar incluso contra la Iglesia para defenderla”.
En definitiva, el conflicto muestra hasta qué punto las reformas tridentinas no fueron una mera cuestión teológica, sino también una pugna de soberanías: el poder del Papa, la autonomía de los cabildos y el control de la Monarquía sobre la Iglesia en sus reinos.
Embajadores y juristas del Papa
Ante las disputas en Castilla, Julio III envió a Inglaterra a Antonio Agustín, jurista aragonés formado en Bolonia y con vínculos tanto políticos como eclesiásticos, para mediar. Durante su viaje pasó por los Países Bajos, donde consultó a Carlos V llevando un borrador de bula reformista. Su gestión rebajó momentáneamente las tensiones: se liberó a algunos canónigos presos y se acordó que las visitas episcopales fueran acompañadas de miembros del cabildo. Sin embargo, la muerte del papa en 1555 anuló todo lo pactado.
Tras un breve pontificado de Marcelo II, Paulo IV accedió al solio pontificio y marcó un cambio radical: quiso reservar toda reforma a la autoridad papal, minimizando tanto los decretos tridentinos como la acción de los obispos. Apoyado en juristas como Giovanni Battista Osio y Ercole Severoli, escuchó con simpatía a los cabildos, que denunciaban abusos episcopales, encarcelamientos y violación de privilegios. El Papa ordenó liberar a canónigos, suspender visitas episcopales y hasta citó a Roma al obispo de Calahorra.
Subsidio eclesiástico, punto clave
Estas decisiones chocaron con la monarquía hispánica, especialmente cuando Paulo IV se negó a renovar el subsidio eclesiástico, lo que afectaba a la hacienda real. Los obispos, encabezados por Suárez de Carvajal, intentaron seguir recaudándolo, pero los cabildos lo boicotearon, sabiendo que el Papa los respaldaba.
La confrontación se agravó cuando Roma reforzó la exención de los cabildos y cuestionó incluso a figuras como Melchor Cano. La guerra entre Felipe II y el Papa interrumpió todo diálogo, aunque tras la paz de 1557 los cabildos aceptaron pagar el subsidio.
La voz más fuerte en la Iglesia
El trasfondo del conflicto iba más allá de las disputas disciplinarias: se trataba de quién tenía la última palabra en la Iglesia de Castilla. Los obispos defendían su autoridad, reforzada por el Concilio de Trento, mientras que los cabildos se amparaban en privilegios de exención y en el respaldo del Papa, al que presentaban como garante frente a obispos “absolutistas”.
Para la Santa Sede, confirmar e interpretar los decretos conciliares era prerrogativa exclusiva del pontífice, mientras que el Consejo de Castilla reclamaba el derecho de filtrar y validar los documentos papales en virtud del exequátur regio.
En este juego de fuerzas, los cabildos supieron presentarse como defensores de la jurisdicción pontificia contra obispos apoyados por la Corona. Carlos V intervino directamente porque consideraba que la aplicación de Trento correspondía a su autoridad como protector del concilio. Roma, en cambio, sostenía que nadie podía ser castigado por apelar al Papa.
Los pareceres de los teólogos
La disputa motivó la consulta a juristas y teólogos de prestigio. Entre 1554 y 1555 se recogieron dictámenes de figuras como Juan de Muñatones, Andrés Cuesta, Domingo de Soto, Melchor Cano y Martín de Azpilcueta.
- Muñatones defendió que solo el Papa podía ejecutar los decretos del Concilio. - Cuesta afirmó que solo las autoridades eclesiásticas podían aplicarlos, aunque admitió que, en caso de abuso papal, los obispos podían actuar con apoyo del príncipe. - Soto expuso las dos posturas existentes: la que exigía confirmación papal y la que reconocía autoridad al Concilio sin ella, inclinándose con cautela por la segunda. - Cano insistió en que era necesaria la confirmación del Papa y criticó al Consejo por impulsar visitas episcopales pese a la suspensión pontificia. - Azpilcueta subrayó la superioridad del Papa sobre el concilio y negó que la Corona pudiera impedir su autoridad.
En conjunto, estos pareceres reforzaban la primacía papal frente a las pretensiones regias, aunque reconocían que los príncipes podían intervenir en situaciones de fuerza evidente.
Persistencia del conflicto
El cierre del Concilio y los breves papales no resolvieron las tensiones. Bajo Pío IV y Pío V, Felipe II mantuvo su empeño en controlar la aplicación de Trento en sus reinos, mientras que los cabildos, apoyados por Roma, continuaron resistiendo la autoridad de sus obispos. Finalmente, en 1567, se alcanzó un compromiso entre Felipe II y Pío V que suavizó algunos decretos, aunque los choques jurisdiccionales persistieron.
Conclusión
La pugna entre cabildos y obispos no fue solo un asunto disciplinario, sino parte de la lucha más amplia entre la monarquía hispánica y la Santa Sede por el control de la Iglesia.
Los cabildos usaron su vínculo con Roma para limitar el poder episcopal, mientras que los obispos, respaldados por la Corona, buscaban imponer las reformas tridentinas. La disputa refleja cómo la Reforma católica en España estuvo marcada tanto por tensiones espirituales como por un profundo conflicto político-jurisdiccional.
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